—Kyosuke —le dijo con gesto grave—, cuando termine esta batalla, te contaré quién es tu verdadero padre.
Sin esperar la reacción de su hijo adoptivo, el alcaide de la fortaleza empezó a dar órdenes a los arqueros del muro este. Mudo de asombro, Kyosuke observó cómo su padre se alejaba para organizar la defensa a ultranza. Tragó saliva con la mirada perdida y luego se dispuso a hacer acopio de flechas mientras mil pensamientos se le agolpaban en la cabeza.
Mientras tanto, Togama sacaba la cabeza por las aspilleras de la muralla sur, tratando por todos los medios de otear la posición donde la unidad de su primo Okura había caído defendiendo la muralla exterior. Más allá de los numerosos estandartes Ishizaki, le pareció distinguir un grupo de cadáveres, pero la oscuridad y el humo le impedían cerciorarse de aquello que más temía. Se negaba a creer que su primo hubiera muerto, así que dio dos palmadas, unió las palmas de las manos, cerró los ojos e imploró la ayuda de los kami del castillo.
Las tropas de Ishizaki no dieron tregua. Sin esperar al siguiente día, empezaron el asalto nocturno seguros de tener la victoria final en sus manos. Un alud de flechas flamígeras se elevaron hasta el segundo círculo de murallas y varios edificios empezaron a arder. Por el contrario, entre el maltrecho ejército del señor Tadano, la esperanza de que el ejército del hermanastro del daimio llegara a tiempo para salvarlos ya era prácticamente nula. Los soldados sabían que caerían luchando esa misma noche. Kyosuke y Togama también se iban mentalizando de que quizás aquellas serían su últimas horas. Pero también sabían que no había honor más grande que caer en el campo de batalla como auténticos samuráis. Por si fuera poco, Togama tenía la extraña sensación de que, a pesar de todos los horrores sufridos, había algo más tenebroso y maléfico al otro lado de la muralla, ansiando entrar en el castillo.
Los dos primos aguantaron fervientemente su posición ante las primeras andanadas sin temor alguno, pues ya poco importaba en aquel momento. Era tal su rabia por la posibilidad de haber perdido a su hermano mayor Okura, que Kyosuke le cortó la cabeza de cuajo al primer enemigo que subió por la escala. Después de rechazar el primer asalto, un criado del castillo se aproximó corriendo muerto de pánico a los dos Kuroki y les anunció que se requería urgentemente su presencia en los aposentos de la dama Kiku, la esposa del daimio. Extrañados, acudieron rápidamente a la llamada. Por el camino que conducía a la torre del homenaje, pasaron entre varios edificios que ardían sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Oyeron los cuchicheos de varios samuráis que comentaban que las flechas incendiarias del enemigo no habían provocado todos los incendios, sino que, al parecer, el propio señor Tadano había mandado iniciar algunos de ellos. Una vez en la torre, un criado les condujo a través salas muy bellamente engalanadas. Pasaron junto al mismísimo señor Tadano, a quien unos pajes le estaban colocando la armadura a toda prisa. El daimio cruzó brevemente la mirada con ellos y en sus ojos vieron una grave determinación. El criado les instó a apresurarse escaleras arriba hasta el piso superior. Allí, frente a una puerta corredera, encontraron al hombre de confianza del daimio, el señor Shiromiya Hatsunobu.
Kuroki —les dijo Shiromiya con gesto apesadumbrado—, os tengo que dar una mala noticia: el ejército del señor Hosokawa que tenía que acudir en nuestra ayuda ha sido detenido por las tropas enemigas. Estamos condenados —Shiromiya hizo una breve pausa para que Kyosuke y Togama asimilaran sus palabras. Justo en ese instante, oyeron un gran clamor procedente del exterior: el asalto definitivo había empezado—. Pasad, no hay mucho tiempo —terminó de repente, indicando la puerta corredera.
Tras la puerta, los dos jóvenes samuráis vieron a la dama Kiku sentada sobre el tatami acompañada de una criada. La esposa del señor Tadano vestía un hermoso kimono de seda blanca y ante ella reposaba una daga envainada sobre un soporte de madera lacada. Entre sus brazos yacía acurrucado su hijo de tan solo meses de edad. Pese a la situación, la dama Kiku le hablaba a su hijo entre sonrisas. Por el contrario, su criada parecía descompuesta por la pena y sus mejillas estaban surcadas por las lágrimas. Kyosuke y Togama se sentaron frente a ella.
—Habéis demostrado ser sirvientes leales y buenos de nuestra familia —empezó diciendo la dama Kiku—, y os lo agradezco con toda sinceridad. Os he hecho llamar para que llevéis a cabo una última misión para vuestro señor. Una misión que él mismo desconoce pero que, a pesar de ello, desea que se lleve a cabo desde lo más profundo de su corazón. Muy pronto, él, yo y el resto de nuestro clan pereceremos. Todos excepto uno de nosotros. Mi esposo no puede admitirlo, pero le pesa en el alma pensar en que su único hijo tenga que hallar la muerte tan temprano, antes incluso de que haya tenido la oportunidad de forjarse su propio destino. Así pues, tengo una última orden que solo puedo confiaros a vosotros debido a las hazañas que habéis realizado. Será una ardua tarea. Y probablemente tendréis que poner vuestras vidas en peligro con tal de llevarla a cabo, pero debéis considerar como si viniera del propio señor Tadano —la esposa del daimio hizo una pausa antes de continuar—. Llevaréis a nuestro hijo Kozō a su tío, el señor Hosokawa, al oeste. En los años venideros, ayudadle a restaurar el nombre y el honor de su familia. Del mismo modo que jurasteis lealtad a mi esposo, ¿juraréis ahora lealtad a su hijo?
—Será un honor, mi señora —respondieron Kyosuke y Togama al unísono, a la vez que se inclinaban en una gran reverencia.
—Con este acto, os honráis a vosotros y a mi esposo —contestó la dama Kiku con una fugaz sonrisa y otra reverencia—. ¡Tomad ahora a mi hijo, llevadlo sano y salvo hasta su tío, el señor Hosokawa, y servidle bien!
La criada de la dama Kiku tomó entonces el bebé de las manos de su señora, que le dirigió una última sonrisa llena de ternura. A su vez, la criada ofreció el pequeño fardo de sedas con sumo cuidado a los dos sorprendidos samuráis.
Togama acomodó al pequeño heredero del clan Tadano entre sus brazos. Kyosuke retiró un poco las ropas y descubrió la cara de un bebé que le devolvía la miraba con cierta curiosidad.
—Ahora, partid —les apremió Shiromiya desde la puerta. Los dos samuráis salieron de la habitación al instante, en dirección a las escaleras—. Dirigíos al pozo que hay junto a la torre. Cerca del fondo hay un túnel que conduce al bosque tras la fortaleza —añadió. Y dicho esto, el hombre de confianza del daimio desenvainó su katana, entró de un paso en los aposentos de la dama Kiku y cerró la puerta corredera tras de sí.
Asimilando aún toda la información que les habían dado, Kyosuke y Togama bajaron por las escaleras de la torre con el heredero en brazos sin detenerse a mirar atrás. Era evidente lo que iba a pasar en aquella habitación. Cuando llegaron al patio, vieron a su señor enfrascado en un combate contra varios samuráis del ejército de Ishizaki, luchando junto a sus guardaespaldas. Al cruzarse sus miradas de nuevo, el daimio miró con semblante triste el fardo que portaba Togama y asintió con la cabeza un instante antes de volverse a un nuevo atacante.
Los dos samuráis corrieron de inmediato en dirección al pozo, intentando sacarse de la cabeza el pensamiento de que seguramente no volverían a ver al daimio con vida. Justo cuando estaban a pocos metros de escabullirse por el agujero, dos enemigos les salieron al paso. Dejaron al niño junto a la pared del pozo, intentando resguardarlo lo mejor posible de la inminente lucha. Pero cuando Kyosuke desenvainó la katana y vio el rostro de su rival, el corazón le dio un vuelco. Era Tadanobu, el mayor de sus hermanos. ¿No había desaparecido tras la batalla en la llanura? Su armadura, que sostenía aún el sashimono del señor Tadano, estaba repleta de flechas clavadas. Tadanobu tenía la mirada de un borracho, aunque sus acometidas indicaban todo lo contrario. Aun así, a Kyosuke y Togama no les costó mucho deshacerse de sus enemigos, pues aunque luchaban con la misma fuerza de siempre, su destreza era inexplicablemente muy inferior a la habitual. Kyosuke derribó a su hermano mayor contra el suelo, pero este no mostró ninguna señal de que le hubiese afectado el impacto y volvió a levantarse impertérrito y mudo. Si intentó decir algo, no le salió más que un tosco gruñido. Aún teniendo una misión de vital importancia y luchando contra su hermano, le era imposible dar la estocada que pusiera fin a su pariente más admirado. Mientras los enemigos se volvían a dirigir hacia el guerrero samurái y el sacerdote sintoísta, estos aprovecharon los escasos segundos de margen para bajar por el pozo. Togama descendió primero con el niño. Apenas podía agarrarse a los asideros excavados en la pared interna, ya que no estaba pensado para ser accesible y el «fardo» le dificultaba aún más la tarea. A pesar de todo, consiguió llegar hasta el agua sin caerse y allí palpó una abertura que conducía a un túnel horizontal donde no se veía ninguna luz. Cuando empezó a gatear a oscuras oyó una estruendosa zambullida a sus espaldas y, momentos después, su primo Kyosuke se encaramó empapado al interior del túnel.
—No había otra manera de bajar que no fuera tirarme directamente. ¡Vamos, rápido! —le apremió.
La pareja se apresuró en su huida pero el túnel era sorprendentemente largo. Parecía que no tuviera fin. El terreno del conducto descendía y volvía a subir más adelante y, poco después, se fue haciendo más y más estrecho hasta que llegó un momento en el que Kyosuke no pudo continuar.
—¡Togama, se me ha encallado la armadura! ¡No puedo seguir, ayúdame!
Su primo empujó con especial fuerza y plegando cuidadosamente la armadura de Kyosuke, la presión hizo su efecto y el samurái pudo pasar sin más problemas. Entonces, a Kyosuke le pareció oír otro chapuzón muy lejano a sus espaldas y comenzó a gatear con más prisa por el túnel.
Después de lo que les pareció una eternidad, empezaron a notar la suave brisa de la noche y el pensamiento de salir de aquel lugar les hizo olvidar momentáneamente toda la fatiga acumulada. Finalmente llegaron a la salida, que estaba concienzudamente camuflada tras unos arbustos frondosos. Sin embargo, la alegría de salir del conducto les duró poco porque el bebé se puso a balbucear, incómodo, debido al frío de la noche. Una queja que, en cuestión de segundos, desembocó en un ruidoso llanto. En otro momento, aquello no hubiera tenido ninguna consecuencia, pero entonces vieron que a escasos metros de donde se encontraban había apostado un samurái del ejército de Ishizaki, ajeno aún a la escena que se producía sus espaldas. Por fortuna, Togama hizo gala de sus dotes sintoístas e invocó la ayuda de los kami para calmar al bebé antes de que pudieran descubrirlos. Esperaron a que el guardia pasara de largo y, cuando estuvo lo suficientemente lejos, corrieron por el bosque.
Cuando ya llevaban un trecho, Togama oyó unos pasos a su espalda que los seguían. Siguieron corriendo hasta salir de la espesura y, cuando finalmente se volvió para intentar observar bajo la oscura noche quién era su perseguidor, se encontró cara a cara con el hermano mayor de Kyosuke, el mismo que había intentado matarlos cerca del pozo: Tadanobu. Pero también observó que detrás se acercaba sigilosamente otro samurái con la armadura verde del clan Ishizaki y armado con una rama larga. Sin entender nada de aquella rara situación, Togama dejó a un lado al heredero que llevaba en brazos y avisó a su primo, que inmediatamente desenvainó su katana, preparado para enfrentarse a su hermano mayor de una vez por todas. A medida que el otro samurái se acercaba, los dos primos se dieron cuenta de que este se trataba inexplicablemente de Okura, el otro hermano de Kyosuke y primo de Togama. Si la situación ya era rara de por sí, aquello ya era prácticamente sobrenatural. Okura se acercó a Tadanobu por la espalda y le atizó con fuerza en la cabeza con el palo que empuñaba. No obstante, el mayor de los Kuroki no hizo ninguna muestra de dolor. Parecía que no se hubiera dado ni cuenta de que le acababan de golpear con saña. Pero sí se había percatado. Se volvió lentamente hacia su hermano menor, olvidando por completo a sus dos parientes que tenía delante y se preparó para atacar con su katana. Togama, sin pensárselo un segundo, le arrebató el wakizashi del cinto y luego se abalanzó sobre él, logró derribarlo y lo inmovilizó. Entonces usó su cinto para atarle las piernas y brazos para que no se pudiera mover. Respirando más aliviados, los dos primos le contaron todo lo que había sucedido a Okura. Le dejaron unos segundos para que asimilara tal cantidad de información y este no pudo contener un profundo suspiro lleno de pesadumbre al pensar que su señor había caído ante el enemigo. Y no solo él. Sus padres, sus tíos, sus hermanas, sus amigos y conocidos. Los tres pasaron unos momentos en silencio. De repente cayeron por primera vez en la cuenta de que tenían mucho en común con aquel pequeño bebé en brazos de Togama. Entonces Okura les explicó cómo había regresado de entre los muertos.
* * *
Cuando Okura se despertó, se encontró rodeado de cadáveres de ambos ejércitos, tanto samuráis enemigos como ashigaru de su propia unidad. Por suerte, el enemigo no se había entretenido en cortar las cabezas de los samuráis abatidos, como era habitual. O tal vez había quedado tan sepultado bajo los cadáveres que había pasado desapercibido. En voz baja, dirigió una oración a los siete dioses de la suerte y estos sanaron algunas de sus heridas. Aunque seguía muy malherido, fue suficiente para poder moverse y ponerse en pie. Echando un vistazo a su alrededor, contempló la masacre que había tenido lugar. Los cadáveres cubrían toda la muralla exterior y las tropas de Ishizaki ocupaban todo el patio de armas.
Sin saber muy bien qué hacer, pensó que lo más urgente era salir del castillo como fuera y una vez en el exterior, ya idearía un plan. Empezó a andar a hurtadillas, intentando pasar todo lo desapercibido posible. Se agazapó junto a un samurái enemigo muerto y cambió su armadura por la del ejército invasor. Se sorprendió cuando, al doblar una esquina, un guardia enemigo pasó a unos palmos de él sin detectarlo. Notó entonces que lo protegía la magia de los kami, sin duda por gracia de su primo sintoísta. Aprovechando esa vital ayuda, bajó por la muralla exterior sin que los vigías lo oyeran, y aprovechó que estaban centrados en la segunda línea de murallas y por tanto mirando al frente y no a sus espaldas. Una vez fuera del castillo, creyó que lo mejor que podía hacer era reunirse con el ejército de Hosokawa, al oeste de Suruga, que suponía que estaba de camino para rescatar al señor Tadano. Así que empezó a andar y escogió el bosque de detrás del castillo para evitar mejor las patrullas de jinetes enemigos. Una vez pasado el bosque fue cuando distinguió a Togama y a Kyosuke en la distancia, siendo perseguidos por un extraño samurái con la armadura de los Tadano repleta de flechas clavadas.
* * *
Después de explicarse la huida de cada uno, hablaron sobre qué hacer con su hermano mayor, que mantenían retenido en el suelo. Okura notaba un fuerte picor en los brazos y anunció que el extraño comportamiento de Tadanobu debía deberse a la hechicería. Con poco tiempo que perder, decidieron que lo más honorable era cortarle la cabeza y enterrarla lo más dignamente posible para que el enemigo no pudiera profanarla. Así lo hicieron, y tras un largo rato cavando en la tierra con las manos desnudas estuvieron listos para partir. Okura, en recuerdo de su hermano, se quedó con su armadura. Dejaron pasar unos minutos de inusual tranquilidad para serenarse, protegidos por la noche y establecieron ir al puesto de mensajeros más cercano para intentar enviar una misiva urgente a Hosokawa y avisar de la caída del castillo. Sin tener apenas opción de descansar, hicieron acopio de la poca fuerza que les quedaba después de escapar de la muerte en varias ocasiones y emprendieron el camino campo a través hasta llegar a su destino. Pero sus esperanzas se desvanecieron al ver el puesto completamente en cenizas.
—Perfecto. ¿Ahora qué? —preguntó Kyosuke, visiblemente cansado. No se había quitado la armadura desde hacía dos días y, aunque era más resistente que sus parientes, todo hombre tenía un límite. Okura pareció reflexionar. El camino de la costa sería más rápido, pero muy probablemente también estaría más vigilado. Por el contrario, el camino a través de las montañas sería extenuante, pero también más seguro. Y, además, podría recoger a su esposa e hijo.
—Me gustaría asegurarme de que mi familia está a salvo. Con un poco de suerte, los malditos Ishizaki no habrán llegado hasta la aldea y al menos allí podremos abastecernos y descansar como es debido.
La idea de descansar en un futón mullido e ingerir una buena comida en un lugar seguro fue más que suficiente para convencer a Kyosuke y Togama, que se encontraban al final de sus fuerzas.
—Está bien, vamos —accedió Togama—. Una vez allí ya pensaremos qué hacemos con el bebé. Por ahora tenemos que movernos.
Así que los tres emprendieron una vez más la marcha nocturna, esta vez hacia Sukarō, en las montañas, donde residía la mujer de Okura después de lo sucedido con el hijo del hatamoto (ver final del capítulo uno). Antes, sin embargo, echaron la vista atrás por última vez a la lejana fortaleza de Numazu, que era pasto de las llamas. Pese a la distancia, los gritos de victoria del ejército enemigo llenaron la fría noche.
Por el camino, el pobre bebé se puso a lloriquear. Sobresaltados por el repentino llanto, los tres samuráis se quedaron sin saber qué hacer. Sin embargo, Okura hizo gala de sus conocimientos como padre de un niño, así que sostuvo al bebé entre los brazos y desenvolvió las ropas que lo cubrían. Un desagradable olor hizo les hizo comprender cuál era la causa del llanto. Por desgracia, la dama Kiku no les había dado ropas de recambio y tuvieron que salir del paso gracias de nuevo a la magia de los kami que convocó Togama a regañadientes. Mientras sostenía al niño, a sus primos les pareció que el sacerdote murmuraba algo parecido a «tener que usar los poderes de purificación para eso...». Aun así, la magia hizo su efecto y logró calmar al heredero.
Cuando ya estaba amaneciendo llegaron a Kawamura, un pequeño pueblo de paso junto al río Fuji. Allí pudieron abastecerse un poco y conseguir leche para el bebé gracias a un pobre aldeano, que tuvo que entregar la escasa comida que le quedaba a los tres samuráis. Con el estómago un poco más lleno, no tardaron mucho en internarse en las montañas. Pasado el mediodía llegaron al pueblo de Okura, que corrió a toda prisa hasta su casa. Cuando entró por la puerta principal le recibió su sirviente, sorprendido por las prisas de su señor y acto seguido salió su mujer acompañada de su hijo de cinco años, también extrañados por las prisas de su marido. Okura no pudo evitar caer de rodillas ante ellos y dar gracias a todos los kami por permitirle reunirse con su familia.
—¿Esposo? ¿Qué sucede? ¿Por qué pones esa cara?
—Oh, querida mujer, no sabes lo feliz que me hace verte viva conmigo. Acompáñame al salón, hay mucho que contarte y el tiempo apremia...
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¡Finalmente puedo leer como usaron la salida secreta para escapar del asedio! Mi personaje todavía no ha aparecido, supongo que faltan uno o dos resúmenes más antes de que lo haga.
ResponderEliminarSí, Kawazu hará su aparición estelar dentro de tres capítulos. Aún queda un poco. ;-)
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