Un otoño aciago
Unas semanas después de lo sucedido en la mansión de Sakoda Moritano, en la aldea de Sukarō, las vidas de los tres samuráis habían vuelto a la normalidad. A Kyosuke le habían ordenado encargarse del entrenamiento de la escuadra de defensa del portón del castillo de Numazu. Togama había vuelto a sus quehaceres como sacerdote y Okura a los suyos como contable de la corte del daimio.
El día en que las hojas de los árboles empezaron a amarillear, el alcaide del castillo y líder del clan Kuroki, informó a su hijo Okura del rumor que había llegado a sus oídos. Al parecer, el señor Shiromiya, el metsuke y hombre de confianza del señor Tadano, amo y señor de las tierras de Suruga, estaba barajando la posibilidad de volver a requerir la ayuda de los tres jóvenes. Okura se dedicó entonces a preguntar aquí y allá para tratar de saber más. Reuniendo retazos de información de diversas fuentes, descubrió que el señor Sakoda, hatamoto del daimio, también estaba pensando en ellos para solucionar un problema. Se habían producido unos sucesos extraños en su villa cercana, y necesitaba personas astutas para investigar. Por su parte, el señor Shiromiya había convencido finalmente al señor Tadano de que era preciso reforzar un antiguo puesto de vigilancia en la frontera oriental con la provincia de Sagami, feudo de un clan enemigo: los Ishizaki. El clan liderado por Ishizaki Norimoto, que también controlaba las provincias de Sagami, Musashi e Izu, había enviado tropas a Suruga y las escaramuzas en la frontera se habían repetido durante años, pero los samuráis del señor Tadano siempre habían logrado repelerlas. Sin embargo, la última de ellas había ocurrido hacía ya cinco años, y el daimio prefería que la paz repercutiera en la gente común, en lugar de atosigarlos con impuestos para mantener unas defensas que ya no consideraba necesarias.
Esa noche, durante la cena en el hogar de sus padres, Okura comentó todo esto con Kyosuke, su hermano menor, y con su primo Togama. Después de debatirlo entre ellos, decidieron que Okura, gracias a sus conocimientos de política, trataría de influir en los consejeros de ambos samuráis de alto rango para que les fuera asignada la misión de reparar el puesto fronterizo. Togama coincidió con Okura en su desconfianza en la paz reinante. Justo esa mañana, el kami del viejo bosque Karuma, que él se ocupaba de venerar, se le había aparecido en forma de liebre blanca para avisarle de que se acercaban tiempos funestos.
Así pues, el joven burócrata se dedicó durante la semana siguiente a hablar con las personas adecuadas y dejar escapar los comentarios idóneos en los oídos oportunos. Al mismo tiempo, se ocupó de organizar el traslado de su esposa e hijo a las tierras del valle que se le había encargado regir en ausencia del hijo menor del hatamoto (ver final del primer capítulo). Él mismo se uniría a su esposa en cuanto hubiera cumplido con el trabajo que estaban a punto de asignarles.
El puesto fronterizo
Al cabo de unos días, las maquinaciones de Okura dieron fruto. Un sirviente del señor Shiromiya le informó de que se les había ordenado dirigirse al puesto fronterizo desvencijado para prepararlo para un posible ataque. Hicieron las preparaciones pertinentes y a la mañana siguiente marcharon con un grupo de doce ashigaru armados con arcos hacia tierras fronterizas. El lugar designado estaba justo entre dos colinas bajas y al lado de un riachuelo. Por allí también pasaba la carretera de Tōkaidō que recorría toda la provincia por la costa. En los alrededores había un extenso bosque de bambú, de donde los ashigaru talaron el material necesario para reparar la antigua fortificación. Sin embargo, para ello Togama se ocupó primero de conseguir el permiso del kami del lugar para que les dejase cortar los árboles. Una danza kagura improvisada sirvió para complacerle. Por otro lado, muy cerca del lugar vivía un viejo ermitaño en una pequeña choza rodeada de un muro de piedra. Pese a las reticencias de Okura, Kyosuke logró convencerlo con bellas palabras para que colaborase en la construcción haciendo tareas sencillas.
A partir de ese punto, los días se fueron sucediendo sin problemas a medida que el asentamiento se iba construyendo. Primero ordenaron a los soldados reparar la atalaya. Luego les ordenaron centrarse en reparar la empalizada. Okura insistió en que construyeran una plataforma en la cara interior de la empalizada desde la que poder defender mejor el perímetro. Al cabo de una semana, y después de aguantar el calor bajo un sol de justicia, el puesto de vigilancia se había terminado. Entonces, aprovechando la formación natural del lugar, se decidió clavar unos cuantos troncos de bambú en el suelo a modo de estacas para que si alguien quisiera invadir el lugar le resultara mucho más laborioso.
Quince contra un ejército
Durante una de las guardias de noche del día antes de partir, y mientras todo el mundo dormía, a Kyosuke, que estaba vigilando en ese momento desde lo alto de la atalaya, le pareció ver unas sombras moverse a lo lejos en el camino. Decidió no jugársela pese a no saber del todo qué era y gritó: «¡Alerta! ¡Todo el mundo arriba! ¡Rápido! ¡A las armas!». En unos pocos segundos, con restos de sueño aún palpables, el campamento estaba de pie y preparado.
A lo lejos y por el punto que había divisado Kyosuke, empezaron a aparecer largas columnas de soldados que, al bañar la luz de la luna sus estandartes, se identificaron como vasallos del clan Ishizaki. Venían en formaciones de dos filas de veinte lanceros y detrás otro regimiento de veinte arqueros. Cada una de las formaciones estaba dirigida por un samurái. Y detrás otra. Y otra. La larga columna parecía no tener fin.
—¡Atención ashigaru! ¡Puede que estemos en inferioridad numérica pero tenemos que resistir para el señor Tadano! ¡Aguantad! —vociferó Kyosuke para arengar a las tropas.
Por otro lado, Okura, que había sido muy previsor, había llevado desde el castillo una paloma mensajera por si acaso ocurría un hecho como este. Sin perder ni un segundo, abrió la jaula donde tenía guardado al animal y dejó que volara raudo y veloz en dirección al castillo, con la esperanza de que el mensaje de auxilio que había escrito incluso antes de partir de Numazu llegase a oídos del daimio.
Cuando finalmente los lanceros se pusieron dentro del alcance de los doce ashigaru defensores, una lluvia de flechas cayó sobre ellos. La visibilidad era prácticamente nula, solo tenían la tenue luz de la luna para iluminarles. Pero lo mismo se aplicaba para los asaltantes, así que era casi imposible saber hacia dónde caerían los proyectiles. Además, los Ishizaki iban muy apretujados debido a la estrechez del camino y eso, sumado al hecho de que los defensores habían reforzado el rocoso campamento con un muro de estacas, proporcionaba a los últimos una posición muy ventajosa.
En aquellas horas de la noche, la fortuna se repartía a partes iguales entre soldados y comandantes. No era de extrañar pues, que algunos proyectiles impactaran sobre los samuráis, provocando que las tropas se quedaran consternadas y sin saber qué hacer al perder a su líder de mando. En cuanto caían un o dos hombres más de la escuadra, las formaciones se batían en retirada, presas del pánico. Pero seguían llegando tropas, filas tras filas de enemigos.
Los combates, o más bien dicho, los intercambios de flechas, continuaron toda la noche. El grupo de los tres samuráis defendió estoicamente la posición durante toda la noche, sin descansar un minuto. Pero incluso los guerreros más curtidos tienen sus límites. El cansancio estaba haciendo mella en Kyosuke, probablemente debido a su esfuerzo dirigiendo a los ashigaru defensores. También ellos estaban notando el coste del sobreesfuerzo que estaban haciendo. Despertarse a media noche y empezar a luchar sin parar no formaba parte de su rutina. A pesar de eso, siguieron luchando, conscientes de que el destino de toda la región pasaba en aquel momento por sus manos.
Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, los defensores siguieron aguantando por la mañana, con la única esperanza de resistir hasta que alguien del castillo viniera a rescatarlos. Habían caído cuatro arqueros defensores. Al cabo de unas horas que parecieron una eternidad, los tres samuráis escucharon un sonido de cascos de caballos que provenía de su retaguardia y cuando volvieron la cabeza en dirección al castillo vieron cómo se aproximaban tres jinetes a caballo, cada uno trayendo consigo a otro equino. El grito de «¡Vamos, montad!», de uno de los jinetes del clan Kuroki fue lo único necesario para poner en movimiento a los tres samuráis. Kyosuke bajó de la atalaya con un salto ágil, sacando fuerzas de flaqueza ante la posibilidad de escapar de aquel infierno y junto a su hermano y su primo, se subió a uno de los caballos, no sin antes echar un vistazo atrás, murmurando una oración de disculpa por las tropas que dejaba tras de sí, abandonadas a su suerte frente al avance del ejército Ishizaki.
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O también puedes leer las notas del máster sobre este episodio, donde explico cómo fue todo desde el otro lado de la pantalla del director de juego.