Un verano caluroso
Corría el octavo mes del noveno año de Temmon y en la aldea de Numazu, a los pies del castillo, los samuráis de guardia soportaban a duras penas la luz abrasadora de los rayos de Amaterasu, la reina de los cielos. La ausente brisa marina volvía el aire muy pesado. El hastío se vio interrumpido de repente con la salida de dos jóvenes a caballo. Uno era un samurái vestido con ropas de calidad. El otro llevaba el atuendo de los kannushi, los sacerdotes sintoístas. Los dos eran de la familia Kuroki, uno el hijo mediano y el otro el sobrino de Kuroki Munehiro, el alcaide del castillo, vasallo de los Tadano.
Ambos iban hablando sobre lo que Kuroki-dono les había ordenado en la reunión. Debían ir a la residencia del hatamoto, Sakoda Asanobu, para ayudarle en una tarea sencilla lejos de Numazu. El alcaide le había convencido para que los eligiera a ellos y esperaba que no le defraudaran. Si lo hacían bien, tal vez el consejo del daimio los tendría en cuenta para concederles una posición más elevada en el futuro.
—Ojalá el hatamoto hubiera convocado también a Kyosuke —comentó Okura mirando hacia las casas del pueblo.
—Bueno, ya sabes que tu padre nunca ha tenido en gran estima a tu hermano pequeño —contestó Togama—De todas formas, le dejaré un mensaje por si quiere acompañarnos.
El hatamoto era la mano derecha del daimio en la batalla y gozaba de su confianza desde las contiendas que había librado en su juventud, hacía ya muchos años. Con su ejército de leales samurái, Tadano Morihisa había conseguido siempre mantener a sus enemigos lejos de las fronteras de sus dominios en la provincia de Suruga, y Sakoda había sido un consejero militar de gran valor en todas ellas. Al arrodillarse ante él en su elegante residencia, los nervios les jugaron una mala pasada y cometieron un pequeño error de protocolo que hizo que el hatamoto les despachara rápidamente. No le habían impresionado en absoluto, así que deberían esforzarse en la misión que les había encomendado. La tarea consistía simplemente en hacer una visita a su hijo menor, que regía las tierras de un pequeño valle en las montañas al norte. La excusa para la visita era llevarle unos regalos de boda tardíos, pero el motivo real era obtener noticias suyas. No sabía nada de él desde el segundo mes del año, cuando se había trasladado a vivir a Sukarō, tras su enlace con una mujer del clan Asano, de la provincia de Kai, al norte. Al parecer, Sakoda Moritano era un arquero excepcional y su esposa tenía un don para la poesía.
Tras hacerse cargo de los regalos, Togama y Okura iniciaron el viaje de un día en dirección a las cordilleras del norte. Al mediodía, se detuvieron a comer y refrescarse en una posada del camino. Al cuestionar al posadero, supieron que semanas antes habían pasado por allí varios campesinos que habían abandonado el valle de Sukarō debido a las malas cosechas. Con los caballos descansados, siguieron el camino en seguida y empezaron a internarse en los caminos angostos de montaña, rodeados de bosques frondosos.
El camino por las montañas
Las cigarras rechinaban ruidosamente a su alrededor cuando vieron acercarse en sentido contrario a un comerciante con un carro de bueyes. Al interrogarle sobre el valle de Sukarō, este les comentó que el samurái al mando le había tratado con gran descortesía y que los aldeanos estaban hambrientos y no había podido venderles nada.
Los dos primos siguieron adelante hasta llegar a un puente de madera que cruzaba un caudaloso arroyo de montaña. Nada más entrar en él, oyeron un grito en la otra orilla. Varios tipos armados con arco les ordenaron que dejaran sus objetos de valor en el puente si no querían morir. Sin pensárselo ni un segundo, Togama y Okura azuzaron a sus monturas y se alejaron de ellos al galope por donde habían venido, mientras las flechas de los bandidos pasaban silbando cerca de sus cabezas.
Cuando comprobaron que no los seguían, desmontaron y se internaron en el bosque cuesta arriba tirando de los caballos por las riendas. Avanzaron trabajosamente por la maleza hasta volver al riachuelo por un punto mucho más arriba del puente donde los bandidos no podían verlos ni oírlos. Una vez allí, vieron que sería difícil cruzar el arroyo, pero Togama tenía una idea. Cerró los ojos y se concentró para ver el mundo invisible. De este modo, fue capaz de encontrar al kami del arroyo y le suplicó respetuosamente que les dejara llegar a la otra orilla sin peligro. El kami accedió, pero a cambio de que depositaran una ofrenda sobre una piedra plana de la orilla. Tras intercambiar una mirada en silencio, los dos primos dejaron allí las provisiones para el viaje, dispuestas de modo armonioso, y el kami, complacido, hizo descender el nivel del agua para que pudieran cruzarlo con los caballos. Una vez al otro lado, los dos siguieron avanzando y pasaron buena parte de la tarde avanzando tortuosamente a través de la espesura. Finalmente, volvieron al camino algo fatigados, pero satisfechos por haber sorteado a los bandidos. Okura propuso entonces atacarlos por sorpresa y así eliminar aquel peligro de las tierras de su señor.
Como era muy devoto de Bishamonten, se encomendó a él para que lo protegiera en el combate, ya que no llevaba su armadura, aunque la deidad tardó un tiempo en responder a sus plegarias. Acto seguido, montó en su caballo y avanzó al galope por el camino en dirección al puente, mientras Togama se acercaba a pie por detrás, con el daikyu preparado. Al oír al samurái cabalgando hacia ellos, los bandidos desprevenidos se volvieron hacia él y prepararon sus armas torpemente. Uno de ellos puso una flecha en el arco, pero no alcanzó a disparar porque la flecha de Togama le alcanzó antes en el brazo derecho y el bandido se derrumbó al suelo presa del dolor. Otro de los bandidos salió huyendo por el puente y el otro desenvainó la katana y se preparó para recibir la carga, sin tiempo de refugiarse tras los árboles. Okura descargó su espada contra el bandido pero este se arrojó al suelo a tiempo. El samurái hizo dar media vuelta al caballo al llegar al puente y volvió a arremeter contra el bandido, pero este detuvo ágilmente el ataque y le propinó un golpe al caballo para encabritarlo y evitar que el samurái pudiera atacarle de nuevo. Al instante, blandió su katana contra Okura para aprovechar su ventaja, pero la furia le volvió torpe y el samurái a caballo aprovechó para desarmarle de un diestro puntapié en la muñeca. Okura recuperó rápidamente la posición y amenazó al bandido con el sable, con lo que este se postró a sus pies de inmediato.
—¡Oh gran señor, tened piedad de este desgraciado rōnin! ¡Estamos hambrientos y sin señor al que servir! ¡Nuestro daimio fue derrotado por Takeda Shingen, el tigre de Kai! —suplicaba el rōnin.
—¡Levántate, escoria! —le espetó Okura con asco. Sin embargo, el rōnin ya había despertado su compasión—. Vendréis con nosotros.
Así, Togama y Okura maniataron al rōnin y a su compañero herido y siguieron el camino con estos por delante. Anocheció y tuvieron que seguir con la sola luz de la luna y las estrellas, hasta que llegaron al valle de Sukarō casi a medianoche. Identificaron la casa del hijo del hatamoto en seguida, ya que estaba apartada de los humildes hogares de los campesinos. Al llegar, una criada les recibió y llevó sus caballos al establo, donde también dejaron atados a los rōnin prisioneros. En el porche frente al jardín, les esperaba de pie Sakoda Moritano con un farol en la mano y el ceño fruncido.
—¿¡Quiénes sois y qué pretendéis a estas horas!? —inquirió con evidente enojo.
Los dos primos se excusaron, se presentaron y le explicaron el incidente con los bandidos. Moritano pareció relajarse cuando le contaron que venían de parte de su padre y les invitó a tomar el té, junto con su esposa. Una vez allí, vieron que Sakoda Moritano iba vestido de forma muy formal y llevaba un bigote muy largo. Por su parte, su esposa Kiyoko se comportaba como una posadera vulgar e incluso flirteaba con Togama sin que a su marido pareciera importarle. Por si fuera poco, apenas prestaron atención a los regalos del hatamoto. A Okura y su primo les extrañó, pero estaban tan fatigados que se retiraron a descansar sin más. Al salir de la casa de té oyeron cómo la pareja de anfitriones cuchicheaba entre ellos.
El santuario y el bakemono
Al amanecer, los dos Kuroki desayunaron el arroz y pescado que les sirvió la criada. Se fijaron entonces en que iba sucia y despeinada como una pordiosera. También les extrañó que solo hubiera una criada para ocuparse de toda la finca. Sentados en el porche, supusieron que el jardín de la entrada estaba tan desatendido debido a la falta de criados. La sirvienta les dijo que sus anfitriones seguían durmiendo, así que Okura y Togama salieron a pasear por la aldea. No obstante, antes de salir de la finca se acercaron a los establos a ver a los prisioneros y descubrieron que uno de ellos había escapado durante la noche. La cuerda que había atado al fugitivo estaba cortada, pero el otro rōnin no lo había visto huir.
Después fueron a ver los campos de arroz. Comprobaron que la cosecha estaba perdida y que el agua de los campos estaba cenagosa y embarrada. Acto seguido, se dirigieron hacia el torii que señalaba la entrada al modesto santuario sintoísta del lugar. Allí a Togama le sorprendió ver lo desatendido que estaba el recinto sagrado, así que fueron a interrogar a los aldeanos al respecto. Cuando encontraron al encargado del santuario, este les reveló temeroso y postrado en el suelo que el kami del valle los había abandonado hacía meses sin motivo aparente y no respondía a sus súplicas. Por eso las cosechas habían sido desastrosas y por eso habían dejado de cuidar el recinto sagrado. Entonces Togama recordó que al realizar la ablución previa a la entrada al santuario, el agua le había sabido ligeramente salada.
Regresaron entonces a la entrada del santuario y decidieron averiguar qué provocaba aquel extraño sabor en el agua. Para ello, siguieron el curso del arroyo que alimentaba la pila de las abluciones. Mientras atravesaban la aldea cuesta arriba, una campesina les advirtió desde una de las casas de la aldea:
—¡Señorías, vayan con cuidado en el bosque! ¡Hace tiempo que habita allí un bakemono que ha devorado ya a varios aldeanos! ¡Es el castigo que nos ha enviado Buda!
La mujer no supo decirles por qué Buda debería haberles castigado de tal forma, pero dadas las desgracias que asolaban la aldea, esa era la única explicación que encontraba a la presencia del monstruo. Impertérritos, los dos primos se internaron en el bosque siguiendo el curso del arroyo, hasta llegar a un manantial en lo alto del valle del que brotaba el arroyo. Al probar el agua, descubrieron que era fresca y sin sabor alguno. Justo entonces, oyeron un movimiento en la maleza, y vieron una silueta humanoide alejarse de ahí a todo correr. Sin pensarlo dos veces, emprendieron su persecución por el bosque. Mientras corrían apartando ramas y saltando matojos, lograron acercarse lo suficiente para ver que se trataba de un hombre salvaje, de melena enmarañada, que corría desnudo entre la vegetación dando voces. Se les escapó varias veces, corriendo arriba y abajo por las laderas del valle.
—¡¡¡Uaaaaah!!! ¡¡¡El abismoooo!!! —gritó el salvaje cuando pasó cerca de donde Togama se había ocultado para atraparlo.
A pesar de sus reiterados esfuerzos, el loco se les escapó y se perdió corriendo entre los árboles, gritando todo el tiempo. Togama volvió a correr tras él sin descanso, pero entonces tropezó con una raíz y cayó de bruces al suelo mientras el salvaje se alejaba entre los pinos. Al incorporarse, el kannushi descubrió con horror que no era una raíz lo que había provocado su caída, sino el cuerpo sin vida de un ser humano. Su primo Okura llegó corriendo entonces y los dos vieron que el cadáver pertenecía al rōnin fugitivo. Había muerto por heridas de mordisco en el cuello y yacía sobre un gran charco de sangre. Al examinar los alrededores, descubrieron que había un ligero rastro de sangre que se dirigía hacia la aldea, pero se perdía tras pocos pasos. Togama comenzó a sospechar entonces que el asesino pudiera tratarse de un monstruo de las leyendas, capaz de adoptar forma humana entre los habitantes de la aldea, pero había tantos demonios capaces de eso que no supo decir cuál podría ser. Empapados de sudor, los dos samurái empezaron el descenso a la aldea. Además, Togama había quedado contaminado a ojos de los kami por haber tocado al muerto, así que debía realizar un ritual de purificación cuanto antes.
Al regresar al santuario, examinaron a fondo la pila de agua del temizu y descubrieron un detalle que antes les había pasado desapercibido: una mancha roja en el fondo del cazo de bambú con el que se recogía el agua les indicó que alguien había vertido sangre allí, y de ahí el ligero regusto salado. Con el cazo contaminado por la sangre, los aldeanos se habrían presentado impuros ante el kami sin saberlo. Por eso el kami había abandonado el santuario. Y la única explicación era que alguien había cometido tal atrocidad a propósito para provocar la desaparición del kami protector del valle.
Como buen kannushi, Togama se propuso entonces no descansar hasta haber purificado de nuevo todo el santuario y a sí mismo. Solo así podrían hacer regresar al kami del valle para que volviera a bendecir los campos de arroz de Sukarō.
El tercer Kuroki y una noche muy larga
Okura dejó a su primo con sus quehaceres y, al volver a la mansión de los Sakoda, se encontró con una grata sorpresa. Su hermano Kyosuke estaba sentado en el porche, almorzando junto a los anfitriones. Se saludaron y Kyosuke le contó que había acudido allí tras recibir el mensaje de Togama. Como Okura estaba empapado de sudor, la criada se ofreció a prepararle un baño. Cuando Okura se hubo marchado, Kiyoko empezó a alabar los recios brazos de Kyosuke, cuya incomodidad iba en aumento, mientras la mujer samurái se abanicaba con languidez y se quejaba del calor sofocante. Sin embargo, el hermano menor de Okura no podía dejar de mirar el escote sugerente que dejaba entrever el yukata de Kiyoko. Intentó resistir la tentación una y otra vez, pero sin darse cuenta terminaba mirando embobado la piel desnuda de su anfitriona, lo que provocó la risa de Kiyoko y el rubor vergonzoso del musculoso Kyosuke, que respondía de forma lacónica a sus continuos intentos de entablar conversación.
—Vaya, con esa presencia tan imponente debéis tener muchas amantes en Numazu, ¿verdad? —le preguntó Kiyoko.
—Eeehm... bueno, sí, alguna hay... —contestó Kyosuke.
—Y... ¿Vais a quedaros más días por aquí, con vuestro hermano y vuestro primo?
—Mmm, no, mañana ya nos marcharemos... —repuso él—. No querríamos abusar de su hospitalidad.
—Eeehm... bueno, sí, alguna hay... —contestó Kyosuke.
—Y... ¿Vais a quedaros más días por aquí, con vuestro hermano y vuestro primo?
—Mmm, no, mañana ya nos marcharemos... —repuso él—. No querríamos abusar de su hospitalidad.
Kyosuke terminó rápidamente el bol de arroz y suspiró de alivio cuando Okura regresó del baño con ropa limpia. Los dos hermanos intercambiaron miradas y se excusaron ante Moritano y su esposa para ir a dar otro paseo por la aldea.
Una vez afuera, Okura informó a Kyosuke sobre el cadáver del bosque y sus sospechas y dieron una vuelta por el exterior de la casa para tratar de buscar huellas. Al no encontrar nada, hicieron lo mismo con los límites de la aldea, pero de nuevo sin éxito. Entonces, Okura descubrió que alguien había dejado un papel doblado en una de las mangas de la ropa prestada. Al desdoblarlo, vio que había dos haikus escritos apresuradamente. Parecían algún tipo de acertijo, pero ¿qué significaba? Al no poder encontrar una respuesta, finalmente decidieron que seguirían investigando por la noche, una vez sus anfitriones estuvieran dormidos.
Cuando todo estuvo en calma, los hermanos se incorporaron sobre el futón. Más allá de su habitación solo se oía el canto de los grillos y el roncar de sus anfitriones. Siguiendo el plan acordado, Okura deslizó con mucho cuidado la puerta que daba al jardín de la entrada y, avanzando con sigilo, se escondió entre unos arbustos en el margen derecho desde donde poder observar sin ser visto. Mientras tanto, Kyosuke deslizó la puerta que daba a la sala de recepción y, avanzando de puntillas, se dirigió hasta el estante de las espadas para coger la katana de Sakoda, la de Okura y la suya propia. Cuando estaba a punto de cogerlas, oyó un aleteo afuera, al otro lado de la pared de papel. En la pared de papel que daba al exterior, la luz de la luna dibujó la silueta de un cuervo posado en el porche. Kyosuke se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Pasados unos instantes, cogió las tres katanas y empezó su regreso a la habitación de invitados, avanzando de puntillas para no hacer ningún ruido.
Justo estaba a punto de entrar en la habitación, cuando de pronto, la puerta que daba al dormitorio de Moritano y su esposa se deslizó, y Kyosuke ocultó las katanas tras de sí. Era Kiyoko. La esposa de Sakoda miró al samurái y se puso el dedo índice sobre los labios, en señal de silencio. Luego, cerró la puerta tras de sí y le indicó por señas a Kyosuke que la siguiera, con gesto juguetón. Kyosuke no sabía qué hacer, así que le siguió el juego para no levantar sospechas. Kiyoko le tendió la mano y él se la tomó, con lo que la mujer lo condujo afuera, al porche, y de ahí dio la vuelta a la esquina y lo condujo en dirección a la sala del té por el porche cubierto. Antes de desaparecer, Okura vio desde su escondite cómo su hermano menor hacía un gesto en su dirección que venía a significar: «No sé qué hacer, así que voy a seguirla».
—Pero, ¿qué hace ese desgraciado? —murmuró Okura para sí al ver el gesto de su hermano y cómo luego se dirigía a la parte trasera de la casa con la mujer.
Kiyoko entró en la sala de té acompañada de Kyosuke. Cerró la puerta, encendió un farolillo y volvió a indicarle que no hiciera ningún ruido. Luego extendió un futón sobre el suelo de tatami, desnudó a Kyosuke y le dijo con señas que se tendiera en él. Después la mujer se desnudó también y se tendió sobre su cuerpo.
—Voy a enseñarte algo que no has visto nunca... —le susurró ella.
Acto seguido, la mujer se pasó la mano por la cara y, de pronto, su rostro desapareció. Ni ojos, ni cejas, ni nariz ni boca. En su lugar, solo quedaba la nada, un vacío sobrecogedor, un aterrador pozo de negrura sin fondo que helaba la sangre y parecía tragarse el alma del samurái. Kyosuke se quedó mudo de horror y sintió cómo la visión le resquebrajaba la cordura. Preso de un irrefrenable impulso de apartarse del vacío, se deshizo del abrazo de la mujer y huyó de la sala sin pensar, en dirección al jardín de la parte trasera. De inmediato, en toda la casa pudo oírse el grito desgarrado de la esposa de Sakoda, seguido del llanto.
—¡Aiiiiiiiiiiiih! ¡Auxilio!
Sorprendido, Okura abandonó su escondite en el jardín delantero y fue corriendo hacia el origen del alarido. Por el camino, se encontró a Sakoda Moritano, que acababa de encender un farolillo y acudía también a socorrer a su esposa. Al llegar los dos a la casita del té vieron a Kiyoko tendida en el suelo, con el pelo alborotado y tapándose el cuerpo desnudo con su kimono, llorando sin consuelo.
—¡Kiyoko! ¡¿Qué ha ocurrido?! —le preguntó su esposo.
—¡El samurái! ¡Me ha traído aquí con engaños y ha intentado sobrepasarse! —explicó ella.
—¡¿Cómo es posible?! ¡Qué insulto! ¡¿Dónde está ese desgraciado?! —exclamó Sakoda Moritano con aire furioso.
«Adiós a nuestro plan», pensó Okura entre sobresaltado y fastidiado. Sin embargo, no podía creerse del todo lo que al parecer había ocurrido. Algo no encajaba. Pese a que su hermano era un poco bruto, no lo consideraba capaz de manchar su honor de un modo tan atroz. Entonces vio que su anfitrión echaba a correr en dirección a donde señalaba su esposa y le siguió sin dudarlo.
—¡No puede haber salido por la parte trasera del jardín! —señaló Sakoda al detenerse frente al jardín trasero. Escrutaba el entorno con atención y, aunque la luz de su farolillo no iluminaba muy lejos, la luz de la luna permitía ver bien toda la parte trasera de la finca, cercada por un muro de dos metros—. Ese maldito debe estar escondido entre la maleza, no puede haberle dado tiempo a escalar el muro —le explicó a Okura—. Me ayudaréis a apresarlo, ¿verdad? —le preguntó con un atisbo de desconfianza.
Okura asintió en silencio mientras tragaba saliva y bajó los peldaños para adentrarse en el jardín trasero en busca de su hermano menor. Se dio cuenta entonces que esa zona del jardín estaba tan desatendida y repleta de malas hierbas como en la parte delantera de la casa. Pero apenas hubo dado un paso en esa dirección, Sakoda le ordenó que se detuviera y que cubriera la zona de la derecha por si Kyosuke trataba de huir por allí. El hijo del hatamoto insistía en que el huidizo Kyosuke se habría escondido entre los arbustos y era peligroso adentrarse en el jardín.
—¡Sal de ahí cobarde! ¡No puedes escapar! —gritó Sakoda blandiendo el wakizashi por el aire mientras vigilaba las sombras del jardín trasero.
Desde el otro extremo de la entrada al jardín trasero, Okura también escrutaba la oscuridad para tratar de descubrir a su hermano antes que Sakoda. Fue entonces cuando vio cómo Kyosuke le hacía una seña agazapado detrás de un gran matojo. Parecía que quería decirle algo, pero no comprendía qué. No obstante, cada vez que intentaba acercarse, Sakoda le gritaba tajantemente que no lo hiciera.
Kyosuke, desnudo, avergonzado y agazapado tras el matojo, se sentía arrinconado y no sabía qué hacer. Por su parte, Okura, también avergonzado y sin querer enfurecer aún más a su anfitrión, esperaba. Y así, esperando a que Kyosuke se rindiera y saliera de su escondite, fueron pasando las horas de la madrugada, con el único acompañamiento del cantar de los grillos y las amenazas periódicas de Sakoda.
Al despuntar las primeras luces del alba, las sombras del jardín empezaron a desvanecerse, y con ellas, se desvanecía también parte del escondite de Kyosuke. Al poco, Sakoda ya lo había avistado y le dijo a Okura que desenvainara su wakizashi para rodearlo y apresarlo. Tras unos momentos de tensión, Kyosuke avanzaba hacia la salida de la finca, seguido muy de cerca por la punta del wakizashi de Sakoda. El hijo del hatamoto les dejó claro que no quería volver a verlos más por allí, y esperaba que Kyosuke se presentara ante su padre y salvara el honor de su familia y de su clan cometiendo seppuku. Bajo la furibunda mirada de Sakoda, la criada de rostro sucio les devolvió sus katanas en la salida, le devolvió la ropa a Kyosuke y los dos hermanos tomaron sus caballos y el rōnin prisionero y se marcharon de vuelta a Numazu, cabizbajos.
Cuando se hubieron alejado lo suficiente de la aldea, Kyosuke le contó a Okura la verdad de lo que había ocurrido y que la esposa de Sakoda era algún tipo de espíritu maligno. También le explicó que en el jardín trasero, justo bajo su escondite, había descubierto un cadáver semienterrado. Decididos a acabar con el demonio y restaurar su honor, los dos hermanos dejaron los caballos atados a un árbol y regresaron a Sukarō dando un rodeo. Una vez allí, se dirigieron al santuario sintoísta para hablar con su primo Togama. Este estaba purificando aún el lugar y cuando le contaron todo lo que había sucedido, les dijo que la mujer de Sakoda debía ser en realidad un nopperabō, también llamados «sin rostro», entes malignos que se deleitan sumiendo a sus víctimas en la locura. Okura y Kyosuke esperaron entonces hasta el anochecer para actuar.
Tras la puesta de sol, los dos guerreros se acercaron con sigilo a la mansión de Sakoda y entraron por el lado oeste trepando el muro que rodeaba la finca. Se agazaparon detrás de la casa de los criados y oyeron unos sollozos en el interior. Al entrar, vieron a la criada llorando, echa un ovillo en un rincón. Cuando lograron calmarla un poco, les reveló muy nerviosa y entre sollozos que ella era en realidad la dama Asano Kiyoko, la verdadera esposa de Sakoda Moritano. Justo entonces vieron que en el edificio principal se había encendido una luz y oyeron voces.
Entonces apareció Sakoda con un farolillo en la mano, seguido de su supuesta esposa, y al ver a los Kuroki en su mansión empezó a vociferar insultos. Okura y Kyosuke se defendieron acusando a su esposa de ser un monstruo con rostro humano, y en ese momento, la sin rostro reveló de nuevo su terrorífica faz vacía. Okura trató de apartar la mirada demasiado tarde y se le heló la sangre. Mientras, Kyosuke se fijó en que Sakoda, que había desenvainado su wakizashi, gesticulaba con los brazos y murmuraba unas palabras. Okura se recuperó como pudo y blandió la katana contra la sin rostro evitando alzar la mirada, pero esta detuvo el golpe con su daga y luego se agachó de súbito para forzar a Okura a verle el rostro oscuro. El samurái estuvo a punto de perder la cordura allí mismo, y solo la ayuda de los dioses logró evitar que saliera corriendo de forma irracional. Kyosuke atacó entonces a la nopperabō, pero el monstruo se apartó y solo sufrió un pequeño corte en el brazo. Okura volvió en sí y blandió de nuevo su arma contra el ser maligno, pero entonces vio cómo un arbusto enrollaba sus ramas alrededor de sus piernas y le impedía moverse. A pesar de esto, logró alcanzar al monstruo que, al hallarse con la guardia baja, sufrió una estocada que le atravesó el cuello de lado a lado. Acto seguido, Kyosuke vio por el rabillo del ojo que Sakoda blandía el wakizashi contra él, pero logró interponer la katana justo a tiempo, mientras que Okura trataba de zafarse del arbusto que lo apresaba y no lograba entender por qué Sakoda seguía luchando contra ellos, cuando su mujer había revelado su auténtico rostro. Kyosuke contraatacó con su katana y superó las defensas de Sakoda, pero este parecía estar protegido por una armadura invisible y el ataque solo le arrancó un leve grito de dolor. Luego, Kyosuke detuvo de nuevo la acometida de Sakoda y respondió con un ataque que hizo perder el equilibrio a su adversario, que cayó de espaldas al suelo. Mientras Okura se deshacía finalmente de las ramas del arbusto, Kyosuke apuntó con su katana al pecho del hijo del hatamoto. Tras unos instantes de duda, Kyosuke cedió a sus ansias de sangre y atravesó a Sakoda mortalmente. Todo parecía haber acabado, pero entonces sucedió algo espantoso: la cabeza de Sakoda se desprendió del cuerpo y empezó a elevarse en el aire, mientras les sonreía de forma inquietante.
—¡Ja, ja, ja! Habéis acabado con mi esposa, ¡pero yo vengaré su muerte, malditos! —gritó a los sorprendidos samuráis.
Y acto seguido, la cabeza flotante se abalanzó sobre Okura y le mordió en el hombro izquierdo con tanta fuerza, que su víctima perdió el uso del brazo entre alaridos de dolor. Al ver sufrir a su hermano, Kyosuke se lanzó entonces contra aquel enemigo sobrenatural y su katana partió la cabeza en dos como si fuera un melón maduro. La cabeza cayó al suelo pesadamente. Volvió a reinar el silencio en la casa.
Terminada la pesadilla, la criada, que era la verdadera Asano Kiyoko, se postró agradecida a los pies de los dos valientes samuráis. Con lágrimas en los ojos, les contó que aquellos dos monstruos impostores habían llegado hacía meses, dos días después de que ellos se instalaran en la casa, y habían suplantado su identidad y la de su marido, a quien la nopperabō había provocado la locura. Desde entonces, el verdadero Sakoda Moritano vivía como un salvaje en el bosque, mientras que a ella la obligaban a hacer de criada y la amenazaban con matar a su esposo si contaba su secreto. El resto de criados de la casa habían caído presa del rokurokubi, el monstruo de la cabeza flotante y los cadáveres, junto a los de algunos aldeanos, yacían enterrados en el jardín trasero.
En ese momento llegó Togama a la casa. Aunque ya era tarde, les anunció que había conseguido comunicarse finalmente con el kami protector del valle. Este también le había explicado todo lo que había ocurrido hacía meses con la llegada de los dos monstruos. Habían sido ellos quienes habían contaminado el santuario con sangre para ahuyentar al kami y así evitar ser descubiertos. El propio kami sanó las heridas de Okura en agradecimiento por acabar con los monstruos.
A la mañana siguiente, los tres samuráis fueron al bosque a buscar al verdadero Sakoda Moritano. Con la ayuda de su esposa lograron calmarlo lo suficiente para poderlo apresar y conducirlo de vuelta a la casa, donde con ciertas dificultades consiguieron asearlo y vestirlo. Su mente estaba muy dañada, pero lo llevaron igualmente al monasterio budista de la región donde tal vez podrían sanarlo tras una larga estancia. Antes de iniciar el viaje de vuelta a Numazu junto con la pareja, entre las posesiones de los impostores hallaron dos pergaminos que parecían describir conjuros de hechicería. Estaban firmados por alguien llamado In'yu.
Finalmente, ya en Numazu, los sacerdotes budistas curaron las heridas mentales de Kyosuke y Okura, por fortuna mucho más leves que las de Sakoda. Y una semana más tarde, al presentarse ante el hatamoto para relatarle los hechos, los tres jóvenes del clan Kuroki recibieron sus elogios por haber salvado a su hijo y a su nuera de las garras de los dos monstruos. La historia se extendió por el castillo y por todo el pueblo, donde todos supieron de la valentía demostrada por aquellos samuráis. Además, el hatamoto concedió a Okura el gobierno del valle de Sukarō y su aldea hasta que su hijo hubiera recuperado la cordura.
Mientras se alejaban de la bella mansión del hatamoto a lomos de sus caballos, Kyosuke lanzó una mirada a su hermano mayor y Okura supo que le agradecía que se hubiera guardado los detalles más vergonzosos de la noche en que el falso hijo del hatamoto les había echado de la casa acusándoles de propasarse con su esposa. El honor del clan Kuroki estaba más que salvado y, de todos modos, Kyosuke demostró en adelante que la experiencia le había hecho más capaz de controlarse a sí mismo.
Si quieres saber cómo continúa la historia, no te pierdas el siguiente capítulo: ¡La defensa en la frontera! O también puedes leer las impresiones de esta partida de rol en el siguiente enlace: La primera partida de RuneQuest.
—Pero, ¿qué hace ese desgraciado? —murmuró Okura para sí al ver el gesto de su hermano y cómo luego se dirigía a la parte trasera de la casa con la mujer.
Kiyoko entró en la sala de té acompañada de Kyosuke. Cerró la puerta, encendió un farolillo y volvió a indicarle que no hiciera ningún ruido. Luego extendió un futón sobre el suelo de tatami, desnudó a Kyosuke y le dijo con señas que se tendiera en él. Después la mujer se desnudó también y se tendió sobre su cuerpo.
—Voy a enseñarte algo que no has visto nunca... —le susurró ella.
Acto seguido, la mujer se pasó la mano por la cara y, de pronto, su rostro desapareció. Ni ojos, ni cejas, ni nariz ni boca. En su lugar, solo quedaba la nada, un vacío sobrecogedor, un aterrador pozo de negrura sin fondo que helaba la sangre y parecía tragarse el alma del samurái. Kyosuke se quedó mudo de horror y sintió cómo la visión le resquebrajaba la cordura. Preso de un irrefrenable impulso de apartarse del vacío, se deshizo del abrazo de la mujer y huyó de la sala sin pensar, en dirección al jardín de la parte trasera. De inmediato, en toda la casa pudo oírse el grito desgarrado de la esposa de Sakoda, seguido del llanto.
—¡Aiiiiiiiiiiiih! ¡Auxilio!
Sorprendido, Okura abandonó su escondite en el jardín delantero y fue corriendo hacia el origen del alarido. Por el camino, se encontró a Sakoda Moritano, que acababa de encender un farolillo y acudía también a socorrer a su esposa. Al llegar los dos a la casita del té vieron a Kiyoko tendida en el suelo, con el pelo alborotado y tapándose el cuerpo desnudo con su kimono, llorando sin consuelo.
—¡Kiyoko! ¡¿Qué ha ocurrido?! —le preguntó su esposo.
—¡El samurái! ¡Me ha traído aquí con engaños y ha intentado sobrepasarse! —explicó ella.
—¡¿Cómo es posible?! ¡Qué insulto! ¡¿Dónde está ese desgraciado?! —exclamó Sakoda Moritano con aire furioso.
«Adiós a nuestro plan», pensó Okura entre sobresaltado y fastidiado. Sin embargo, no podía creerse del todo lo que al parecer había ocurrido. Algo no encajaba. Pese a que su hermano era un poco bruto, no lo consideraba capaz de manchar su honor de un modo tan atroz. Entonces vio que su anfitrión echaba a correr en dirección a donde señalaba su esposa y le siguió sin dudarlo.
—¡No puede haber salido por la parte trasera del jardín! —señaló Sakoda al detenerse frente al jardín trasero. Escrutaba el entorno con atención y, aunque la luz de su farolillo no iluminaba muy lejos, la luz de la luna permitía ver bien toda la parte trasera de la finca, cercada por un muro de dos metros—. Ese maldito debe estar escondido entre la maleza, no puede haberle dado tiempo a escalar el muro —le explicó a Okura—. Me ayudaréis a apresarlo, ¿verdad? —le preguntó con un atisbo de desconfianza.
Okura asintió en silencio mientras tragaba saliva y bajó los peldaños para adentrarse en el jardín trasero en busca de su hermano menor. Se dio cuenta entonces que esa zona del jardín estaba tan desatendida y repleta de malas hierbas como en la parte delantera de la casa. Pero apenas hubo dado un paso en esa dirección, Sakoda le ordenó que se detuviera y que cubriera la zona de la derecha por si Kyosuke trataba de huir por allí. El hijo del hatamoto insistía en que el huidizo Kyosuke se habría escondido entre los arbustos y era peligroso adentrarse en el jardín.
—¡Sal de ahí cobarde! ¡No puedes escapar! —gritó Sakoda blandiendo el wakizashi por el aire mientras vigilaba las sombras del jardín trasero.
Desde el otro extremo de la entrada al jardín trasero, Okura también escrutaba la oscuridad para tratar de descubrir a su hermano antes que Sakoda. Fue entonces cuando vio cómo Kyosuke le hacía una seña agazapado detrás de un gran matojo. Parecía que quería decirle algo, pero no comprendía qué. No obstante, cada vez que intentaba acercarse, Sakoda le gritaba tajantemente que no lo hiciera.
Kyosuke, desnudo, avergonzado y agazapado tras el matojo, se sentía arrinconado y no sabía qué hacer. Por su parte, Okura, también avergonzado y sin querer enfurecer aún más a su anfitrión, esperaba. Y así, esperando a que Kyosuke se rindiera y saliera de su escondite, fueron pasando las horas de la madrugada, con el único acompañamiento del cantar de los grillos y las amenazas periódicas de Sakoda.
Al despuntar las primeras luces del alba, las sombras del jardín empezaron a desvanecerse, y con ellas, se desvanecía también parte del escondite de Kyosuke. Al poco, Sakoda ya lo había avistado y le dijo a Okura que desenvainara su wakizashi para rodearlo y apresarlo. Tras unos momentos de tensión, Kyosuke avanzaba hacia la salida de la finca, seguido muy de cerca por la punta del wakizashi de Sakoda. El hijo del hatamoto les dejó claro que no quería volver a verlos más por allí, y esperaba que Kyosuke se presentara ante su padre y salvara el honor de su familia y de su clan cometiendo seppuku. Bajo la furibunda mirada de Sakoda, la criada de rostro sucio les devolvió sus katanas en la salida, le devolvió la ropa a Kyosuke y los dos hermanos tomaron sus caballos y el rōnin prisionero y se marcharon de vuelta a Numazu, cabizbajos.
El desenlace y sus sorpresas
Cuando se hubieron alejado lo suficiente de la aldea, Kyosuke le contó a Okura la verdad de lo que había ocurrido y que la esposa de Sakoda era algún tipo de espíritu maligno. También le explicó que en el jardín trasero, justo bajo su escondite, había descubierto un cadáver semienterrado. Decididos a acabar con el demonio y restaurar su honor, los dos hermanos dejaron los caballos atados a un árbol y regresaron a Sukarō dando un rodeo. Una vez allí, se dirigieron al santuario sintoísta para hablar con su primo Togama. Este estaba purificando aún el lugar y cuando le contaron todo lo que había sucedido, les dijo que la mujer de Sakoda debía ser en realidad un nopperabō, también llamados «sin rostro», entes malignos que se deleitan sumiendo a sus víctimas en la locura. Okura y Kyosuke esperaron entonces hasta el anochecer para actuar.
Tras la puesta de sol, los dos guerreros se acercaron con sigilo a la mansión de Sakoda y entraron por el lado oeste trepando el muro que rodeaba la finca. Se agazaparon detrás de la casa de los criados y oyeron unos sollozos en el interior. Al entrar, vieron a la criada llorando, echa un ovillo en un rincón. Cuando lograron calmarla un poco, les reveló muy nerviosa y entre sollozos que ella era en realidad la dama Asano Kiyoko, la verdadera esposa de Sakoda Moritano. Justo entonces vieron que en el edificio principal se había encendido una luz y oyeron voces.
Entonces apareció Sakoda con un farolillo en la mano, seguido de su supuesta esposa, y al ver a los Kuroki en su mansión empezó a vociferar insultos. Okura y Kyosuke se defendieron acusando a su esposa de ser un monstruo con rostro humano, y en ese momento, la sin rostro reveló de nuevo su terrorífica faz vacía. Okura trató de apartar la mirada demasiado tarde y se le heló la sangre. Mientras, Kyosuke se fijó en que Sakoda, que había desenvainado su wakizashi, gesticulaba con los brazos y murmuraba unas palabras. Okura se recuperó como pudo y blandió la katana contra la sin rostro evitando alzar la mirada, pero esta detuvo el golpe con su daga y luego se agachó de súbito para forzar a Okura a verle el rostro oscuro. El samurái estuvo a punto de perder la cordura allí mismo, y solo la ayuda de los dioses logró evitar que saliera corriendo de forma irracional. Kyosuke atacó entonces a la nopperabō, pero el monstruo se apartó y solo sufrió un pequeño corte en el brazo. Okura volvió en sí y blandió de nuevo su arma contra el ser maligno, pero entonces vio cómo un arbusto enrollaba sus ramas alrededor de sus piernas y le impedía moverse. A pesar de esto, logró alcanzar al monstruo que, al hallarse con la guardia baja, sufrió una estocada que le atravesó el cuello de lado a lado. Acto seguido, Kyosuke vio por el rabillo del ojo que Sakoda blandía el wakizashi contra él, pero logró interponer la katana justo a tiempo, mientras que Okura trataba de zafarse del arbusto que lo apresaba y no lograba entender por qué Sakoda seguía luchando contra ellos, cuando su mujer había revelado su auténtico rostro. Kyosuke contraatacó con su katana y superó las defensas de Sakoda, pero este parecía estar protegido por una armadura invisible y el ataque solo le arrancó un leve grito de dolor. Luego, Kyosuke detuvo de nuevo la acometida de Sakoda y respondió con un ataque que hizo perder el equilibrio a su adversario, que cayó de espaldas al suelo. Mientras Okura se deshacía finalmente de las ramas del arbusto, Kyosuke apuntó con su katana al pecho del hijo del hatamoto. Tras unos instantes de duda, Kyosuke cedió a sus ansias de sangre y atravesó a Sakoda mortalmente. Todo parecía haber acabado, pero entonces sucedió algo espantoso: la cabeza de Sakoda se desprendió del cuerpo y empezó a elevarse en el aire, mientras les sonreía de forma inquietante.
—¡Ja, ja, ja! Habéis acabado con mi esposa, ¡pero yo vengaré su muerte, malditos! —gritó a los sorprendidos samuráis.
Y acto seguido, la cabeza flotante se abalanzó sobre Okura y le mordió en el hombro izquierdo con tanta fuerza, que su víctima perdió el uso del brazo entre alaridos de dolor. Al ver sufrir a su hermano, Kyosuke se lanzó entonces contra aquel enemigo sobrenatural y su katana partió la cabeza en dos como si fuera un melón maduro. La cabeza cayó al suelo pesadamente. Volvió a reinar el silencio en la casa.
Terminada la pesadilla, la criada, que era la verdadera Asano Kiyoko, se postró agradecida a los pies de los dos valientes samuráis. Con lágrimas en los ojos, les contó que aquellos dos monstruos impostores habían llegado hacía meses, dos días después de que ellos se instalaran en la casa, y habían suplantado su identidad y la de su marido, a quien la nopperabō había provocado la locura. Desde entonces, el verdadero Sakoda Moritano vivía como un salvaje en el bosque, mientras que a ella la obligaban a hacer de criada y la amenazaban con matar a su esposo si contaba su secreto. El resto de criados de la casa habían caído presa del rokurokubi, el monstruo de la cabeza flotante y los cadáveres, junto a los de algunos aldeanos, yacían enterrados en el jardín trasero.
En ese momento llegó Togama a la casa. Aunque ya era tarde, les anunció que había conseguido comunicarse finalmente con el kami protector del valle. Este también le había explicado todo lo que había ocurrido hacía meses con la llegada de los dos monstruos. Habían sido ellos quienes habían contaminado el santuario con sangre para ahuyentar al kami y así evitar ser descubiertos. El propio kami sanó las heridas de Okura en agradecimiento por acabar con los monstruos.
Epílogo
A la mañana siguiente, los tres samuráis fueron al bosque a buscar al verdadero Sakoda Moritano. Con la ayuda de su esposa lograron calmarlo lo suficiente para poderlo apresar y conducirlo de vuelta a la casa, donde con ciertas dificultades consiguieron asearlo y vestirlo. Su mente estaba muy dañada, pero lo llevaron igualmente al monasterio budista de la región donde tal vez podrían sanarlo tras una larga estancia. Antes de iniciar el viaje de vuelta a Numazu junto con la pareja, entre las posesiones de los impostores hallaron dos pergaminos que parecían describir conjuros de hechicería. Estaban firmados por alguien llamado In'yu.
Finalmente, ya en Numazu, los sacerdotes budistas curaron las heridas mentales de Kyosuke y Okura, por fortuna mucho más leves que las de Sakoda. Y una semana más tarde, al presentarse ante el hatamoto para relatarle los hechos, los tres jóvenes del clan Kuroki recibieron sus elogios por haber salvado a su hijo y a su nuera de las garras de los dos monstruos. La historia se extendió por el castillo y por todo el pueblo, donde todos supieron de la valentía demostrada por aquellos samuráis. Además, el hatamoto concedió a Okura el gobierno del valle de Sukarō y su aldea hasta que su hijo hubiera recuperado la cordura.
Mientras se alejaban de la bella mansión del hatamoto a lomos de sus caballos, Kyosuke lanzó una mirada a su hermano mayor y Okura supo que le agradecía que se hubiera guardado los detalles más vergonzosos de la noche en que el falso hijo del hatamoto les había echado de la casa acusándoles de propasarse con su esposa. El honor del clan Kuroki estaba más que salvado y, de todos modos, Kyosuke demostró en adelante que la experiencia le había hecho más capaz de controlarse a sí mismo.
------------
Si quieres saber cómo continúa la historia, no te pierdas el siguiente capítulo: ¡La defensa en la frontera! O también puedes leer las impresiones de esta partida de rol en el siguiente enlace: La primera partida de RuneQuest.