jueves, 14 de julio de 2016

Samuráis de Suruga (VI): Montañas, peligros y profecías

7 comentarios
 
El cronista oficial de la campaña de samuráis con RuneQuest 6.ª edición nos trae por fin un nuevo relato. En el capítulo anterior (leer aquí) los protagonistas lograron escapar de la ruina de su tierra natal con un bebé en brazos. Un bebé muy importante. Finalmente, llegaron a la aldea de Sukarō, en el extremo oriental de la cordillera montañosa de la provincia (ver mapa). Allí se reunieron con la esposa y el hijo de Okura, y los tres pudieron recuperar el aliento. Pero el tiempo apremia, y el camino que les espera está repleto de peligros y sorpresas. Si quieres saber lo que ocurrió luego, sigue leyendo...


Kyosuke y Togama dejaron que Okura hablara con su mujer para explicarle todo lo sucedido e informarle de sus planes. Al cabo de un largo rato en el que se oyeron algunos sollozos y gemidos, Okura salió de su casa para informar a su hermano y su primo de que empezaran a empaquetar provisiones y enseres necesarios para un largo viaje. Pasaron toda la mañana cargando todo el equipo en los dos caballos que pertenecían a la familia de Okura. No eran caballos de carga, pero estaban bien cuidados.

Una vez hubieron terminado, empezó la marcha del grupo protector del jovencísimo daimio: nuestros tres samuráis, Yaeko, la esposa de Okura, su hijo de cinco años Takeshi, sus dos criadas, y Yoshi, el rōnin reformado que había sido enviado a Sukarō semanas antes para proteger a la señora de la casa. Antes de partir, Kyosuke echó una última mirada al este y contempló el venerable monte Fuji a cuyos pies se extendían las tierras de su familia, ahora ocupadas por el enemigo. Haciendo de tripas corazón, el grupo empezó a andar por el camino montañoso en dirección oeste, hacia las tierras del señor Hosokawa, hermanastro del difunto señor Tadano.

A media tarde ya habían descendido por un valle y ascendido de nuevo hasta casi ver el siguiente. El rojo vivo de los arces formaban una fronda espesa a su alrededor que parecía insistir en recordar a los tres samuráis toda la sangre vertida por los asesinos de su familia: padres y madres, hermanos y hermanas, amigos y amigas. De súbito, Yoshi advirtió al grupo de que se acercaban jinetes por el camino. Rápidamente, todos se apresuraron a internarse en el bosque, que por suerte era bastante frondoso para ocultar incluso a los dos caballos. Una patrulla de quince samuráis acorazados que portaban los estandartes verdes del señor Ishizaki pasó al trote delante de su escondite mientras charlaban entre ellos.

—Oye, ¿has oído que el señor Ishizaki ha puesto precio a la cabeza del heredero del señor Tadano? —comentó uno de ellos.
—¿Cómo? ¿Pero no habían muerto todos?
—Parece ser que no. El heredero, que no es más que un recién nacido, debió escapar con la ayuda de unos samuráis porque no se encontraron sus restos entre los cadáveres carbonizados del castillo. Me gustaría saber cómo lo consiguieron porque los teníamos completamente rodeados...

Todos esperaron pacientemente a que pasaran. Yaeko rezó a los budas para que el pequeño Kozō no empezara a llorar en ese momento. Cuando la patrulla se hubo alejado lo suficiente como para no poder verles ni oírles, el grupo pudo respirar tranquilo y salió de la espesura para reanudar el camino.

—Tenemos que apresurarnos —anunció Okura con gesto firme—. Los caminos no son seguros.

Antes del anochecer, una lluvia fina pero constante les obligó a buscar refugio, pero no había ninguna aldea a la vista. Por fortuna, Kyosuke supo cómo unir varias ramas de árboles para resguardar a las mujeres y los niños de la humedad. Los hombres soportaron la lluvia estoicamente. Sin embargo, fue una noche fría para todos.

Aún no había llegado el mediodía siguiente cuando, un poco más adelante en el camino, se toparon con un grupo de bandidos que parecían haber salido de la nada. La esposa de Okura soltó un grito y se abrazó a su hijo, que iba sentado en el mismo caballo, mientras las dos sirvientes se escondieron tras el animal. Los rufianes empuñaban armas diversas, desde yaris hasta un nodachi e incluso un tetsubō, y portaban retazos de armaduras robadas. Seguros de su superioridad numérica e intimidatorio armamento, cargaron contra los guerreros del clan Kuroki animados por la avaricia. De inmediato, Togama invocó a sus kami protectores y tomó posición en la retaguardia con su arco, listo para disparar al primero que tuviera a tiro y para defender a las mujeres y a los niños con su vida. Okura espoleó a su caballo y se lanzó a la carga acompañado por Kyosuke y Yoshi. Por su parte, el líder de los bandidos se lanzó directamente contra Okura junto con dos forajidos armados con lanza larga. Kyosuke se encaró a dos adversarios, uno grandote armado con un tetsubō y otro flacucho que blandía una katana oxidada. Sin embargo, debía hacer poco que habían conseguido el tetsubō porque el que lo blandía aún no controlaba bien su peso y a causa de un traspiés fortuito, se dio de bruces contra el suelo, sin darse cuenta de que ponía su enorme maza en su camino. El resultado de tal torpeza fue un bandido doblado por la cintura e inerte justo al empezar el asalto. El combate de Okura empezó bastante bien pues de un veloz tajo logró hacer caer al líder, le quitó la katana y le hirió en el brazo. Instantes después, aprovechó la ventaja para propinar un golpe con la empuñadura de la katana en el yelmo robado de su enemigo y así cegarlo. Tras recuperar el arma, el líder fue dando mandobles al aire, sin parar de moverse, intentando acertar a un oponente al que no veía bien. Al comprender que su plan inicial se estaba yendo a pique, se retiró para que dos de sus secuaces armados con lanza se encargaran de su contrincante, que estaba resultando ser más diestro de lo que esperaba. Cuando logró colocarse bien el yelmo, se dirigió hacia las mujeres dando un rodeo al combate. Sin embargo, la presión hizo que uno de los lanceros delatara su poca pericia cuando se le resbaló el arma al suelo. El otro logró superar la guardia de Okura, pero gracias a su gruesa armadura, salió indemne de la acometida. Mientras tanto, Yoshi caía rápidamente frente a los mandobles del bandido armado con el enorme nodachi, lo que dejó a Kyosuke de nuevo frente a dos enemigos. Quiso quitarse de encima a su otro oponente para que no estorbara contra el combate más importante así que, tras romper la guardia de su rival, le causó una herida sangrante que mermaba las capacidades ofensivas del bandido. Aprovechando esta debilidad y después de parar a duras penas un ataque de nodachi, desarmó a su oponente y le endiñó un tajo en la barriga que resultó mortal. Ahora estaba solo contra el nodachi. Defenderse de sus golpes no era tarea fácil, pues el arma era mucho más larga que una katana y, aunque Kyosuke detenía un ataque tras otro, sus brazos se resentían debido a la fuerza de la acometida. En el extremo opuesto del combate, junto con los caballos, Togama disparó su arco pero falló. Su habilidad de combate no era la misma que la de sus familiares guerreros. Dejó caer el arco al suelo y empuñó su bastón, dispuesto a darlo todo para proteger al heredero. Esperó a que su contrincante se situara al alcance de su bō y le propinó un golpe con la punta del bastón en el estómago que lo dejó tumbado en el suelo. El otro que venía en carrera atribuyó a la mala habilidad de su compañero el hecho de que hubiera caído ante un simple sacerdote y cometió el mismo error porque Togama lo despachó igual de rápido que su anterior oponente. Con el jefe caído, los bandidos que quedaban en pie perdieron todo su ardor y sus acometidas ya no eran para acabar con los samurái sino para conservar su vida ante un rival que estaba resultando ser más duro de lo que se habían imaginado. Kyosuke despachó con facilidad al forajido armado con el nodachi y Okura persiguió al galope a los dos lanceros que huían y les cortó la cabeza de dos certeros tajos. Después de la batalla, entre los tres maniataron al líder de los bandidos y cuando recobró el sentido y vio el resultado del encuentro, no tuvo fuerzas para luchar contra sus captores, que le obligaron a guiarlos por las montañas. Así pues, con una fuente más o menos fiable de información sobre los caminos, el grupo reanudó su marcha.

Pasadas unas horas, cuando se acercaba la hora de comer, Okura divisó a lo lejos un ciervo con el que hacer un buen banquete y reponer provisiones y fuerzas. Avisando cautelosamente a sus familiares para que no hicieran ruido, sacó el arco, puso la cuerda, colocó una flecha y apuntó al animal. La frondosa vegetación, la distancia y la fatiga resultante de la lucha fueron decisivas en la flecha que voló hacia el objetivo y pasó a un palmo del lomo del ciervo que, rápidamente, se echó a correr y se perdió de vista entre la maleza. Nadie le recriminó su error puesto que Okura sabía perfectamente la consecuencia de tal fallo. Así que continuaron la marcha sin decir nada, como si ese alto en el camino nunca hubiera pasado.


La comitiva siguió con su marcha según encontraban conveniente. A veces caminaban campo a través para evitar toparse con patrullas, lo que hacía el camino aún más agotador. Andaban de día y descansaban de noche haciendo guardias. Otras veces se convertían en caminantes nocturnos y dormían de día entre la espesura para evitar ser detectados. Para orientarse por las montañas seguían siempre las indicaciones del líder de los bandidos, que andaba a regañadientes y bien maniatado delante de todos.

Una tarde, al cabo de varias jornadas de camino, su prisionero les indicó que debían tomar una desviación del camino, un atajo, tal como lo llamó él. Kyosuke tuvo el presentimiento de que los estaba engañando, así que tomaron el camino contrario.

Horas después, cuando el sol ya se estaba poniendo, oyeron unos ruidos en unos arbustos cercanos al sendero. Inmediatamente, todos desenvainaron sus armas para hacer frente a cualquier peligro que estuviera acechando. La sorpresa fue general ya que no salió ningún monstruo de la maleza, sino un niño flacucho y sucio que tendría alrededor de unos trece o catorce años.

—¡Piedad por favor, no me hagáis daño! ¡No soy vuestro enemigo!

Al ver que era un crío envainaron las armas, pero no apartaron la mano de la empuñadura por si se trataba de algún tipo de trampa.

—Identifícate —exigió Okura, manteniendo su posado serio y mostrando una disciplina ejemplar.
—Mi nombre es Tarō, señor. Vengo de un pueblo un poco más al norte. Hace unos días, unos samuráis de armaduras verdes... Ishizaki, creo que se llaman, llegaron de pronto a nuestra aldea y empezaron a matar y quemarlo todo. Yo estaba cerca del bosque jugando y por suerte pude escapar. Llevo desde ese día rondando por aquí y cuando les he visto pues... —las lágrimas se le empezaban a asomar por los ojos—. Son las primeras personas que veo que no llevan estandarte verde. No tengo hogar ni familia así que... ¿podría acompañarles por favor? Me da igual adónde vayan, solo quiero irme de aquí.

Los tres samuráis intercambiaron miradas y acordaron una decisión sin mediar palabra.

—Está bien, puedes venir con nosotros —respondió Okura—. Pero ten en cuenta que nuestro viaje está lleno de peligros. A nosotros también nos persiguen los samuráis del señor Ishizaki y tenemos una misión de suma importancia que cumplir. ¿Crees que podrás aguantar?

«Sí, señor» es todo cuanto pudo articular el pobre muchacho. Se notaba claramente que hacía tiempo que no comía nada consistente. Así que, con una nueva incorporación al grupo, siguieron su camino. Aunque no lo dijo en voz alta, Okura pensó que el chico sería un buen entretenimiento para su hijo ya que, a pesar de la diferencia de edad, al menos tendría a alguien cercano con quien pasar las largas y aburridas horas de camino.

La noche había caído cuando llegaron al siguiente pueblo, de nombre Keroro, según informó Taro. El grupo se dirigió a una de las casas y Okura llamó a la puerta varias veces hasta que obtuvo respuesta.

—Ya va, ya va... ¿Quién diablos es a estas horas? —el rostro del campesino palideció al instante al ver la persona que tenía delante y las que tenía más atrás—. Oh, señor, disculpe mi arrogancia. No esperaba a nadie a estas horas, como usted imaginará —se postró a sus pies mientras hablaba.

—Lo entiendo y me disculpo, humilde campesino —repuso Okura—, pero estamos fatigados de andar todo el día y buscábamos un sitio para descansar hasta que hemos encontrado este pueblo. ¿Nos podría dejar pasar aquí la noche, si fuera tan amable?

Okura sabía que era innecesario preguntar, simplemente podía haberle ordenado que les dejara la casa para ellos, pues el hombre era un simple campesino y él un samurái de alto rango. Pero sabía que un buen gobernante se gana la confianza de sus súbditos tratándoles con respeto y así se lo habían enseñado. Finalmente, la pareja de campesinos les cedió la habitación principal donde, aunque un poco apretados, pudieron comer y descansar bajo un techo después de tantos días a la intemperie. A la mañana siguiente, y tras haber recuperado un poco las fuerzas, reemprendieron el camino.

La esposa de Okura había aguantado todo el camino sin rechistar ante la sorpresa de su marido. Pero después de tantos días de camino por senderos de montaña llevando ropajes caros y delicados, las ropas empezaron a romperse y a rasgarse: una rama que se queda trabada en una manga del vestido, un terreno un poco fangoso debido a la lluvia que ensucia las caras sedas de los ropajes... La paciencia de Yaeko llegó a su límite cuando las sirvientes tuvieron que usar algunas prendas de la mujer del samurái para sustituir los paños que cubrían al joven heredero y que ya empezaban a oler debido a sus necesidades fisiológicas.

Okura exhaló un largo suspiro y se encaró a su mujer.

—Esposa, ¿qué os ocurre? No habéis cesado de refunfuñar desde hace días —el samurái no acababa de entender cuál era la raíz del problema, puesto que él estaba acostumbrado a llevar una sola muda y su armadura.
—¿Que qué me sucede? Pues que llevo días sin cambiarme. Huelo mal, ando cubierta de andrajos... ¿Es eso propio de la esposa del líder de un clan samurái? ¿Habéis visto en qué penosas condiciones nos hemos encontrado vuestro propio hijo y yo? ¿Qué pensará de vos? —al oír aquellas palabras, la cara de resignación del hermano mayor del clan Kuroki se transformó en cuestión de segundos en un rostro de ira contenida, el tipo de ira provocado por una grave ofensa.
—Mujer —le contestó sin levantar un ápice su tono de voz, como si estuviera dando una lección de vida primordial—, tendréis todas las sedas del clan Ishizaki cuando acabe con ellos. Hasta entonces, os pido que os contentéis con vuestra vida. No todos pueden decir lo mismo —y con estas palabras zanjó la discusión y reanudó la marcha sin esperar respuesta.

La discusión con su esposa lo había puesto de mal humor. «Maldita sea... ¿Por qué las mujeres no pueden atisbar siquiera el más mínimo sentido del honor y el deber de un samurai? Seguro que no habría tantos problemas si supieran la carga que debe llevar un hombre a lo largo de su vida. Deber, orgullo, honor... ¿qué sabrán ellas, a quienes solo les preocupa los chismorreos de la nobleza y si se ven hermosas ante los ojos ajenos? El bushidō es un camino solo apto para los rectos de disciplina. Avergonzarme ante toda mi familia sobre tan triviales temas... Bah, más vale olvidar este asunto o voy a estar de mal humor el resto del día. Necesito estar concentrado por lo que pueda pasar. No puedo fallar ahora...».


Mientras el mayor de los Kuroki estaba absorto en sus pensamientos, una de las sirvientas interrumpió el incómodo silencio que se había creado. Era evidente que se sentía insegura sobre la mejor manera de dirigirse a su señor.

—¿Mi señor? —aventuró con un tono de voz apenas audible. No obstante, Okura parecía estar absorto en sus pensamientos y pareció que no la había escuchado, así que la sirviente hizo acopio de todo su valor, temiendo una severa reprimenda por molestarle, e insistió—: ¿Mi señor? —el segundo intento surgió efecto y Okura salió de su burbuja como si despertara de un sueño.
—¿Eh? ¿Qué...? ¿Qué sucede?
—Disculpad que os moleste mi señor, pero ya hace un tiempo que el heredero no cesa de llorar y le arde la frente.

Inmediatamente, Okura se dirigió al caballo donde reposaba el bebé en una cesta acolchada, quien, en efecto, parecía estar sufriendo alguna pesadilla. Okura examinó su temperatura poniendo la mano en la frente del retoño y comprobó con horror que tenía una aguda fiebre. «Perfecto, justo lo que faltaba».

—El heredero tiene fiebre, ¿puedes hacer algo? —preguntó a su primo Togama—. ¿No tienes algún conocimiento o sintonía con los kami que le ayude a bajar la temperatura?

En otras circunstancias, el kannushi le habría explicado que las cosas no funcionaban así de rápido y fácil, que había todo un proceso y que tampoco obraban milagros. Pero ante la desesperación de Okura pensó que no sería el mejor momento para explicarle todo eso y se acercó al bebé para hacerle un examen rápido y descartar afecciones mayores. Comprobó su temperatura y con un vistazo general concluyó que probablemente se debiera al frío y a las duras condiciones del viaje.

—Así pues, ¿no se trata de algo grave? —Okura suspiró aliviado—. Aun así, no debemos bajar el ritmo. Todo lo contrario. Tenemos que apresurarnos para llegar cuanto antes a la fortaleza del señor Hosokawa y buscar un médico que lo cure. ¡Vamos!

A partir de ese momento aceleraron la marcha por el camino acompañados por el llanto constante y desconsolado del bebé. Escogieron senderos más principales y dejaron de avanzar campo a través. Al cabo de un buen rato de trayecto, vieron que en medio del camino yacía un samurái tendido en el suelo en lo alto de una loma. Inmediatamente, todos se pusieron alerta. Se aproximaron con cautela y cuando estuvieron más cerca, observaron que llevaba un estandarte del clan Hosokawa. Kyosuke y Togama temían una trampa, pero al girar el cuerpo constataron que estaba muerto. Rezaron una oración en silencio y continuaron el resto de camino hasta llegar a lo alto del cerro en el que se encontraban. Allí en la cima, descubrieron el paisaje desolador que les esperaba al otro lado del cerro. A lo largo de una llanura se extendían los restos de una cruel batalla entre dos ejércitos: los Hosokawa y los Ishizaki. Al instante, comprendieron la razón por la que el ejército del hermanastro del difunto daimio no había acudido en su ayuda durante la invasión: habían sido rechazados allí mismo. Una ingente cantidad de cadáveres de hombres y caballos se extendía por toda la planicie, siendo consumidos por los cuervos.

Curiosamente, había una ausencia notable de cuerpos alrededor de una cabaña muy humilde que se alzaba en un margen del campo de batalla. El vacío formaba un círculo alrededor de la cabaña, como si hubiera habido una especie de barrera invisible que no hubiera permitido a ningún guerrero entrar en su terreno. Justo en ese momento, un sonoro trueno retumbó en el cielo. El caballo de Okura relinchó y se encabritó por el estruendo. Todo parecía indicar que iba a caer una buena tormenta, así que, resignándose a la situación y sin ninguna otra opción, todos se dirigieron a resguardarse en la cabaña.


Dentro de la pequeña choza encontraron un fuego encendido. El grupo se acomodó alrededor de la lumbre, ilusionados por poder dormir calientes ante la intensa lluvia que empezaba a caer fuera. La cabaña tenía goteras y ya empezaban a formarse pequeños charcos, pero era mejor que la intemperie. Se estableció una guardia de tres turnos y a Kyosuke le tocó el primero. Al resto de no le costó dormirse a pesar del ruido ensordecedor de fuera, e incluso el llanto del pequeño Kōzo acabó sucumbiendo al agotamiento.

Una vez todos estuvieron dormidos, Kyosuke se quedó junto al fuego, contemplando las llamas fijamente mientras trataba de despejar sus pensamientos. Le pareció que la tormenta amainaba por momentos y se dejó envolver por el acogedor silencio, solo perturbado por el crepitar del fuego. De repente restalló un relámpago y la puerta de abrió de par en par dejando entrar un vendaval y la lluvia. Afuera en el campo de batalla se alzaba la silueta oscura de un samurái con armadura ajeno a la tormenta que rugía.

—¡¡¡Kyosuke!!! —le llamó con la voz grave e imponente de su padre. El joven se atemorizó ante la magnitud de su voz y volvió los ojos hacia sus familiares para ver si se habían despertado pero le sorprendió comprobar que seguían dormidos como si no oyeran nada—. El clan está furioso y arde en deseos de venganza. ¡Venganza ante los enemigos que mataron a nuestro clan! Tienes una ardua tarea ante ti, pero no debes descansar hasta que hayas pasado a todos y cada uno de esos perros bajo tu acero. Hazlo y nuestra sed de sangre será saciada —y tras pronunciar estas palabras, la silueta se desvaneció como si fuera neblina, la puerta se cerró de golpe y dejó al joven samurái consternado y abrumado, pero dispuesto a no fallar a su padre adoptivo.

De repente, la puerta de la cabaña volvió a abrirse de par en par revelando en el umbral a una figura encorvada bajo el peso de un gran cesto de mimbre que cargaba a la espalda. Al dar unos pasos dentro y con la luz del fuego, Kyosuke se percató de que se trataba de una viejecita muy anciana, con el pelo despeinado y unos ropajes andrajosos. Al prestar un poco más de atención a su rostro, se fijó en que tenía la mirada perdida, por lo que imaginó que sería ciega.

—Ah... veo que tengo invitados ¿eh? ¡Jie jie jie...!

Kyosuke se apartó para dejar paso a la vieja, que andaba temblando a cada paso que daba. Mientras ella dejaba el cesto al lado del fuego y se calentaba las manos, el más joven de los Kuroki se afanó en despertar a los demás para avisarles de que había llegado la que parecía ser la dueña de la choza.

—Mmhhh... Los kami me avisaron de vuestra llegada. Traéis al heredero con vosotros, ¿no es así? Y al parecer no tiene buena cara... —al pronunciar esas palabras, la expresión de alarma que pusieron los samuráis debió de hacerse evidente de alguna manera a la vieja porque añadió: —Ah, jovencitos... No debería sorprenderos que una vieja sepa tantas cosas. Estaba fuera recogiendo unos troncos de bambú cuando la tormenta me cogió por sorpresa. Y bien, ¿queréis que le eche un vistazo? Poseo muchas hierbas medicinales que podrían aplacar su estado... —los tres Kuroki intercambiaron una mirada entre ellos y asintieron levemente.
—De acuerdo —le contestó Okura.
—Bien, veamos qué tenemos aquí... —la anciana se aproximó donde yacía Kōzo y al ponerle la mano en la frente, la vieja se puso hablar como si otro ser hablara a través de ella. Un ser de voz grave y poderosa:

«El peso del deber sobre las almas que lo soportan es abrumador. Pero sin él, no son nada, y siembra la ruina en ellos e incluso morirán por él. Vienen del este, portando a aquel que soporta la mayor carga de todos. Viles enemigos lo buscan, pero su propia sombra lo ocultará. 
El enemigo del clan caído se ha aliado con fuerzas más tenebrosas que su malvado corazón. Una magia extraña crece en el hijo del adversario que ha derrotado. La semilla del futuro ha sido sembrada, pero le han sido retorcidas las raíces. A medida que el niño crezca, la podredumbre se extenderá. Las lágrimas de los sentimientos verdaderos podrían purificarle el alma, pero solo alguien de corazón helado puede llorar por él. 
La carga desaparece con el toque de la muerte y tras ella nace un juramento...»

Los samuráis quedaron mudos de asombro ante aquellas palabras ominosas y apenas lograron recordar varios retazos de la profecía. Sin embargo, pasarían aún muchos años antes de que llegaran a comprender su verdadero y terrible significado. Cuando hubo acabado, la anciana se desplomó al suelo, bufando pesadamente como víctima inocente de un gran esfuerzo.

—Uf, uf... Disculpad... —dijo esta vez con su propia voz quejumbrosa—. No os preocupéis por eso, no tiene nada que ver con vosotros. A veces los kami me poseen y me hacen decir o ver cosas que solo ellos entienden. Menuda tormenta, esta noche, ¿eh? Hay muchos kami furiosos por aquí. A In'yu le encantaba crear tormentas como esta. Pobrecillo... Seguramente inquietó a demasiados espíritus y terminó arrastrado a lo profundo. Pero por favor, quedaos, quedaos. Tan pocos visitantes y un tiempo tan horrible. Y soldados luchando por todos lados.

Los samuráis, aún patidifusos por las palabras que había pronunciado la anciana, vieron cómo esta iba de aquí para allá, sorteando a los miembros del grupo con inusitada destreza mientras farfullaba para sí. Mientras la vieja buscaba unas hierbas para bajarle la fiebre al heredero y cubos con los que recoger el agua de las goteras, tropezó sin querer con el cesto que había traído consigo. Al tumbarse, del cesto salieron rodando dos cabezas humanas. Si el desconcierto había sido grande con la «posesión», aquello les quitó súbitamente de su asombro. El agudo grito de horror de las sirvientas despertó al bebé, que empezó a llorar de nuevo. En ese instante comprendieron que algo no marchaba bien y Togama rápidamente se concentró en el mundo de los kami para verificar si aquella vieja era realmente quien decía ser.

—¡¿Qué significan esas cabezas, señora?! —preguntó Kyosuke mientras se ponía en pie y acercaba la mano a la empuñadura de su katana—. Más le vale que nos dé una buena explicación...

—Oh... Parece que este cuerpo ya no da para más... —y, de repente, la viejecita empezó a convulsionarse y a contraerse, creciendo de tamaño. Sus dientes y uñas se alargaron hasta convertirse en largos colmillos y afiladas garras y su pelo creció desmesuradamente y se extendió por toda la cabaña. Las mujeres, que hasta ahora no habían articulado palabra, chillaron aterrorizadas mientras se apartaban a gatas de las fauces del monstruo, y el hijo de Okura quedó petrificado de horror y empezó a sollozar.

—¡Es una uba, proteged al heredero! —exclamó Togama alzando la voz por encima de los gritos y los llantos.

El monstruo que se volvió hacia ellos tras la transformación apenas recordaba a la huraña viejecita de hacía apenas unos momentos, y les habló con una siniestra voz:


—¡Dadme al bebé y podréis marcharos! O quedaos... ¡La carne será fresca igualmente! —y con un aullido se abalanzó sobre ellos con intención asesina.

Kyosuke detuvo el zarpazo que iba dirigido a su cuello con la katana y contraatacó con todo el valor que pudo reunir y empleando la fuerza que le daba el deber de lealtad con el joven daimio. Su acometida encontró la carne desnuda del monstruo, lo hirió en el pecho y este emitió un infernal aullido de dolor. Al combate se unió rápidamente Okura impulsado por el mismo sentido del deber y el sacerdote sintoísta blandió su bō con fiereza, pues había prometido erradicar a cuantos yōkai pudiera de la faz de la tierra. Entre los tres redujeron la amenaza del combate, arrinconaron al monstruo contra una pared e hicieron trizas rápidamente a aquel ser que no tuvo ninguna posibilidad ante su valentía y destreza. Al exhalar su último suspiro, el monstruo se evaporó en una maliciosa nube de polvo negro. El grupo se dio un respiro y todos descansaron unos momentos, aliviados por haber eliminado al ser que pretendía acabar con la corta vida de Kozō. Afuera, la tormenta seguía rugiendo con fuerza. Poco a poco, todos recuperaron la calma, aunque el bebé, todavía febril, prosiguió un buen rato con su llanto hasta que la fatiga lo venció de nuevo. Kyosuke prosiguió su guardia y se situó junto al ventanuco para vigilar el exterior. Al poco, oyó unos balbuceos a sus espaldas, se volvió y se fijó en que tanto Togama como Okura parecían estar teniendo sueños extraños o pesadillas, pues tenían el ceño fruncido.

*     *     *

Okura se sobresaltó e instintivamente desenfundó su katana. Ante él, en el marco de la puerta se encontraba su archienemigo: Ishizaki Akira. Sin pensarlo dos veces, Okura se abalanzó sobre él con asombrosa velocidad y de un solo tajo limpio le decapitó. La cabeza rodó por el suelo hasta que otro relámpago le iluminó la cara. Al mayor de los Kuroki se le heló la sangre al comprobar que se trataba de su hermano mayor, Tadanobu, al que habían enterrado durante la huida del castillo de Numazu.

—¿Qué...? ¿Cómo...? —Okura no podía articular palabra ante tal visión. Pero la cabeza que yacía delante de él le esbozó una sonrisa despiadada y con una voz quejumbrosa de viejecita le dijo:

—¡Vas a morir pronto, Kuroki Okura, jie, jie, jie! ¡Tú, tu hijo, tu familia y todos los que te rodean! ¡Jie, jie, jie, jie...!

*     *     *

Togama oraba para recuperar la sintonía con los kami. Un relámpago iluminó el cielo y una figura se le apareció: su padre. También era kannushi como Togama.

—Hijo, mío —le dijo—, ya he iniciado el viaje al yomi. No debes preocuparte por mí. Sin embargo, los kami me han comunicado que están furiosos contigo. Se impacientan al ver que no cumples las promesas que les hiciste hace ya varios días en Numazu. No debes faltarles al respeto. Cumple con tu palabra y volverás a ganarte la confianza de los kami. De lo contrario...

*     *     *

Por suerte, el resto de la noche pasó sin más sobresaltos y, finalmente, llegaron las primeras luces del alba. Todos fueron despertando poco a poco. En silencio, desayunaron las últimas provisiones aprovechando que estaban en una casa con hogar y, cuando hubieron repuesto sus fuerzas, salieron de la cabaña, deseosos de abandonar por fin aquel lugar. Continuaron su camino hasta la fortaleza del señor Hosokawa, con la apremiante frágil salud del bebé. Una espesa neblina matutina cubría la llanura donde yacían los cadáveres de la batalla, pero la tormenta había amainado.

Tras unas pocas horas de caminata, en la parte más alta de un cerro lejano por donde transcurría el sendero distinguieron una figura a caballo, esperando totalmente inmóvil. Forzaron la vista pero la lejanía no les permitía distinguir su estandarte. Temiendo que pudiera tratarse de una avanzadilla del ejército Ishizaki que estuviera escudriñando el terreno, decidieron volver a internarse una vez más en el bosque, reanudando su marcha hasta su tan ansiada meta. No sabían con certeza cuántas jornadas de viaje les separaban aún de la fortaleza de Shimada, pero algo les decía que ya faltaba muy poco.


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Y hasta aquí el sexto capítulo de la campaña. Si te ha gustado, puedes dejar un comentario, ese es el combustible que necesita el cronista para animarse a seguir con su labor (también se aceptan críticas constructivas). Sigue leyendo esta crónica en el capítulo siete: El fin de un camino. Y si quieres saber cómo fue este capítulo desde el punto de vista de las reglas y el director de juego, recomiendo leer las notas del máster.

7 comentarios:

  1. Mukia! Por fin un nuevo capi, ¡qué ganas tenía de leerlo!

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    1. ¡Gracias, Cubano! ;-) Deberíamos publicar estos relatos con más frecuencia, ¿no? Ya se lo diré al cronista, porque tiene muchas aventuras que contar aún.

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    2. Llevo enganchado a la crónica desde que me tropecé por casualidad con El hijo menor del hatamoto esta primavera. Tanto, que me ha picado el gusanillo y mi próxima campaña va a ser de samuráis ^-^.

      Ardo en deseos de conocer el destino de los pjs y del hijo del daimyo.

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  2. Ahora que hay el descanso estival de partidas a ver si consigue ponerse al día con la crónica :) Hay ganas de ver como va avanzando.

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  3. ¡Una crónica genial!
    De las pocas que me tienen enganchado. Espero que pronto continúe

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    1. ¡Gracias Juan Carlos! Yo también espero que continúe muy pronto.

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