La respuesta de Morioka
Morioka había escuchado con atención el sorprendente relato de los tres samuráis del clan Kuroki. Cuando terminaron, suspiró profundamente y se quedó con la mirada fija en un punto de la pared por encima de ellos.
—Estáis locos —dijo finalmente, y se quedó unos instantes en silencio, sumido en sus pensamientos, hasta que volvió a mirarles a cada uno a los ojos—. Cuando Ishizaki invadió nuestras tierras no tuve más remedio que jurarle vasallaje para salvar la vida de los míos —les contó—. Desde entonces, no ha pasado un día en el que no me haya sentido desdichado, pues sin mi honor, ¿de qué me sirve vivir? Al mismo tiempo, Ishizaki desconfía de mi lealtad y por eso mantiene a mis dos hijos como rehenes en lo alto del castillo de Numazu. Pero si lo que decís es cierto y el heredero de Tadano vive, debo ayudarle como sea. Esto es lo que voy a hacer: Pediré a mis hombres que se ofrezcan voluntarios cuarenta de ellos para ayudaros en vuestra misión. Fingirán haberme abandonado y se convertirán en ronin vagabundos. Para no levantar sospechas, partirán de mis tierras en varios días, cuando ya os hayáis marchado, y se reunirán con vosotros en una semana.
—Os estamos muy agradecidos —contestó Okura inclinando todo su cuerpo hasta casi tocar el suelo de tatami. Togama y Kyosuke hicieron lo mismo, tratando de disimular su enorme alivio.
—Y yo espero que vuestro plan tenga el efecto deseado —repuso Morioka—, pero prometedme una cosa...
—Lo que sea, señor —se apresuró a asegurarle Okura.
—Si llegáis a ver a mis hijos, os prohíbo que los rescatéis del castillo bajo ningún concepto —declaró tajante—. Si lo hacéis, Ishizaki sabrá que he tenido algo que ver y aniquilará a todo mi clan. Y ahora, marchaos cuanto antes, y que los budas nos protejan a todos...
Dicho esto, el señor Morioka desapareció por la puerta por donde había entrado, seguido de su hombre de confianza. Luego, los tres samuráis fueron acompañados por otra salida hasta sus aposentos, donde pasaron la noche. Al despuntar el alba, los sirvientes les trajeron sus caballos y les devolvieron sus katanas. Sin mediar palabra, los tres jinetes azuzaron a sus monturas y tomaron el camino hacia el sur.
Al mediodía, se detuvieron a comer en una arboleda. Togama comentó entonces su intención de adentrarse en el bosque alrededor del monte Fuji para remontar el curso del río Aso hasta sus fuentes y así encontrar la piedra que le había pedido el kami del río (ver episodio anterior). Sus compañeros de viaje aceptaron acompañarle. Aunque sabían que era arriesgado, sabían lo importante que era para Togama cumplir las promesas con los kami. Antes de ponerse de nuevo en camino, detectaron en la lejanía a una patrulla de quince samuráis que se acercaba lentamente por el camino del sur, así que se internaron en un bosque de bambús con los caballos para ocultarse. Cuando los jinetes enemigos pasaron frente a su escondite, los pudieron oír conversar con un campesino:
—Eh tú, ¿has visto pasar a tres jinetes solitarios con armaduras y estandartes del clan Ishizaki por aquí? Nos han informado de que tres agentes del enemigo se han infiltrado fingiendo ser guerreros de nuestro ejército.
—No, mi señor, no he visto nadie así. Quiero decir, no he visto a tres jinetes como ustedes cabalgando en solitario por aquí...
—Está bien. Mantén los ojos abiertos. Por cierto, el señor Ishizaki está buscando un sacerdote sintoísta que pueda para oficiar la boda de su hijo, después del invierno. ¿Conoces a alguno?
—No, mi señor. En nuestra aldea es el padre del jefe quien se ocupa de organizar las ceremonias.
—Está bien, seguiremos buscando, entonces.
Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Togama, Okura y Kyosuke abandonaron su escondite con sus caballos y poco después cabalgaron al galope para alejarse de aquel lugar cuanto antes. Finalmente, al anochecer llegaron al punto en el que el río Aso se internaba en el bosque alrededor del monte Fuji, el llamado Aokigahara Jukai, y acamparon en el linde. Eran muchas las historias que se contaban sobre aquel bosque maldito, y sus sueños fueron intranquilos aquella noche.
Travesía por el mar de árboles
Al amanecer, los Kuroki emprendieron el ascenso por la falda del monte Fuji sin separarse de la orilla del río y con todo el equipo puesto. Sabían que estaban entrando en la zona mística alrededor del Fuji-sama y toda precaución era poca. El Aokigahara Jukai, el mar azul de árboles, era un lugar del que se contaban funestas leyendas. Era el bosque del silencio, donde vagan las almas de los suicidas y hogar de terribles demonios. En los duros inviernos, cuando la comida escaseaba y había muchas bocas que alimentar, el abuelo o la abuela de una familia de campesinos de los alrededores podía emprender el camino al interior del bosque para desaparecer para siempre. De igual modo, cientos de amantes despechados o parejas de enamorados a quien se había prohibido vivir juntos se internaban en el bosque para hallar la paz eterna entre sus raíces. Y a eso había que añadir todas las historias sobre monstruos infernales que acechaban en su espesura. Era aquel un lugar milenario, frondoso y oscuro donde muchos habían entrado para no volver a salir jamás.
Ilustración de David Benzal
A pesar de todo, el primer día de camino transcurrió sin problemas. Aún se encontraban cerca de la civilización y no presenciaron ningún fenómeno extraño. Aun así, percibieron claramente que a medida que se adentraban más y más en el bosque, el canto habitual de los pájaros desaparecía. Al cabo de unas horas, solo el rozar de las hojas y el paso de los caballos interrumpía el opresivo silencio. Además, el sol no lograba atravesar el denso dosel que formaban los árboles, y caminaban en una penumbra constante. Cayó la primera noche y después de una cena frugal empezaron las guardias. Durante el turno de Togama, una fría corriente de aire le acechó de la nada. Una vez empezó a remitir, vislumbró entre las sombras del bosque una leve luz lejana y parpadeante. Después, muchas más empezaron a aparecer. Aunque al principio no parecían aproximarse a su pequeño campamento en la orilla del río, al cabo de un tiempo notó que estaban cada vez más cerca. Togama despertó a sus primos y entre los tres avivaron el fuego hasta que las grandes llamas alejaron a los fuegos fatuos. Después, Togama les explicó que aquellos pequeños fuegos eran en realidad las almas vagabundas de los muertos. Tras aquel susto, apenas lograron conciliar el sueño un poco más, resguardados por el gran fuego que habían prendido.
A la mañana siguiente se encontraron que para seguir el curso del río tenían que trepar por una pequeña pendiente rocosa. Dejaron a los caballos atados a unos árboles y siguieron adelante. La escalada no supuso mucho esfuerzo, aún con las armaduras, así que siguieron caminando. Por la tarde, vieron unos pasos más adelante un oso pardo. El animal estaba concentrado intentando pescar algún incauto salmón en la misma orilla que ellos y no se percató de la presencia de los humanos. Los samuráis no querían arriesgarse a dar un rodeo por el interior del bosque, por miedo a perderse o toparse con las almas de los suicidas, así que retrocedieron unos pasos. Okura improvisó una caña con un tallo de bambú y usando a modo de cebo una baya de un arbusto cercano se puso a pescar. La suerte le sonrío más que al oso porque sacó una trucha del agua. Entonces volvieron junto al oso y Okura le hizo una señal para llamar su atención. Este volvió su cabeza hacia ellos y al ver al grupo empezó a gruñir. Okura sacó la trucha del saco y la mostró al oso. Cuando se hubo asegurado de haber llamado su atención, el samurái arrojó el pescado bosque adentro con la esperanza de que el oso fuera a por él y dejara el camino despejado. Por suerte, el oso tenía hambre y se alejó en pos del regalo. Los Kuroki avanzaron lo más deprisa posible sin hacer ruido y dejaron el oso atrás. Sin embargo, la suerte no les duró mucho ya que el olor humano era demasiado fuerte como para ignorarlo y el oso empezó a seguirlos. Los samuráis se encontraron con otra pendiente empinada que consiguieron escalar sin problemas. Al llegar arriba, se volvieron al oír un terrible rugido: el oso estaba erguido sobre las patas traseras y apoyado sobre la pared que acababan de escalar. Togama se quedó mirando al oso casi con dulzura, como si mirara un cachorro de gato recién nacido. Okura aguantó el tipo, listo para actuar. Kyosuke tuvo un momento de flaqueza y le vino a la mente por un segundo el recuerdo del trauma que una vez sufrió en el bosque de pequeño, obligándole a retirarse unos metros de donde estaban sus parientes. Finalmente, el animal se cansó al ver que esos extraños humanos no serían una presa fácil y se volvió para terminar su pescado.
Siguieron su camino por terreno más abrupto a medida que ascendían. Unas horas más tarde empezó a caer una llovizna no muy intensa pero molesta. Fatigados, Okura y Togama se desprendieron de las armaduras y las dejaron ocultas entre unos arbustos. Kyosuke siguió con ella puesta. No se iba a quitar su preciada protección por una pequeña inclemencia del tiempo, estaba entrenado para eso y mucho más. Horas después, se detuvieron para acampar de nuevo. Encontraron sin mucha dificultad un buen sitio para descansar en un recoveco del sendero cubierto por densa vegetación. El fuego que encendieron no era gran cosa debido a la llovizna, así que tuvieron que contentarse con unas pequeñas ascuas para secarse y entrar en calor. Durante su guardia, Kyosuke no oyó absolutamente nada, cosa que le hizo estremecerse. Contemplar la oscuridad durante horas en completo silencio en aquel bosque temible no resultaba nada tranquilizador. Cuando consideró que había transcurrido el tiempo de su vigilia, despertó a su hermano mayor para que hiciera la suya. Media guardia después, Okura vio acercarse una densa niebla desde ambas orillas. Cuando la niebla los hubo rodeado por completo, oyó claramente unas risas agudas y unos pasos a su alrededor pero no vio a nadie. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¡Eh chicos, despertad! ¿Oís eso? —preguntó Okura en un leve susurro para poder seguir atento a los alrededores.
—¿Q…qué? —fue la contestación de Togama que rápidamente cogió su bo y se puso en pie, concentrándose por si hubiera presencia de yokai.
—Parecía como su hubiera alguien más por aquí. Oí risas y pisadas, como si nos estuvieran observando desde muy cerca —contestó Okura sin dejar de escudriñar la oscuridad.
La única contestación de Kyosuke fue un sonoro gruñido de queja al despertarse poco después de haberse acostado. Sin embargo, la niebla se alejó al cabo de un rato y la noche volvió a sumirse en un pesado silencio. Finalmente llegó el alba y con ella una nueva jornada de ardua ascensión.
Kyosuke seguía resistiendo la caminata con la armadura puesta y sin apenas haber pegado ojo. El día siguiente transcurrió sin incidentes. Acamparon como siempre junto al riachuelo, que cada vez se iba haciendo más estrecho, y protegidos por unas rocas en uno de los lados. Debían estar muy cerca ya de las fuentes. Finalmente, Kyosuke decidió que ya había aguantado bastante con la armadura y también la dejó oculta para que no supusiera una carga en las cuestas empinadas. Tampoco esperaban encontrarse ningún enemigo tan lejos de cualquier rastro de civilización. Con ese pensamiento optimista se fueron a dormir haciendo sus respectivas guardias. Mientras hacía su turno, a Kyosuke le pareció escuchar unas voces. Luego, vislumbró unos rostros femeninos que lo llamaban desde unos árboles más allá de su campamento. «Kyosuke... Kyosuke...» lo llamaban entre risas traviesas. El joven samurái se vio tentado a seguir su dulce voz, pero consiguió resistirse pensando en su misión, en su deber como samurái y sobre todo en su hermano y su primo, que yacían profundamente dormidos a sus pies. Logró apartar su mirada y cerró la mano en torno a la empuñadura de su katana, con la que se sentía más seguro y tranquilo. Al volver la mirada hacia las mujeres, estas habían desaparecido. Kyosuke respiró aliviado.
Al mediodía del cuarto día, llegaron ante unas cascadas. El origen del río se encontraba justo ante ellos, sobre una serie de pequeñas terrazas escalonadas que formaban varios saltos de agua. Se trataba de una zona de excepcional belleza. Al concentrarse en ver el mundo invisible, Togama distinguió una piedra blanca y plana que relucía en la terraza más alta. Los samuráis se concedieron unos segundos para admirar aquel paisaje escondido en lo recóndito del monte Fuji y subieron los saltos de agua hasta llegar a la piedra. Togama se quitó sus ropas, hizo un breve ritual de purificación y entró en la piscina donde estaba la piedra sagrada para meditar y entrar en sintonía con el kami del río. Mientras tanto, sus primos montaron guardia por la zona. Al cabo de unos pacíficos minutos, Togama oyó el ruido de un chorro de agua cayendo dentro del pozo donde se encontraba. Al volverse, descubrió la repugnante figura de un ser vagamente humanoide orinando en el pozo y burlándose del monje. Al instante, otros quince seres deformes salieron de la espesura alrededor de las cascadas. Tenían la altura de un niño, cada uno con un color de piel diferente y armados con arcos cortos y lanzas. Unos tenían pico de ave y melena rojiza, otros tenían hocico de perro y ojos de serpiente. Otros tenían piel de lagarto, cola y cuernos de vaca. Todas sus deformidades eran horribles. Uno de ellos, alto como un hombre y ataviado con una oxidada armadura samurái, parecía el líder. Tenía la cara roja y peluda como un mono, un solo ojo amarillo y dientes de jabalí. Se dirigió a Togama con voz maliciosa:
—Ñeh, ñeh, ñeh... ¿Quién os ha dado permiso para entrar en los dominios de mi señor, el gran In'yu...? ¡Mi señor, gran hechicero y daimio del bosque, os desea un buen viaje al infierno!
Al instante, todos los seres monstruosos dispararon sus arcos o se lanzaron al ataque con sus lanzas. Togama, ultrajado porque un despreciable bakemono hubiera mancillado su sagrado ritual, no dudó en agarrar su bo y enfrentarse desnudo al ser. El ímpetu del ataque tomó por sorpresa al engendro y el bastón de madera le golpeó en la pierna con tal fuerza que lo tumbó al suelo. Sin embargo, no se dio por vencido y continuó luchando tumbado, intentando aprovechar cualquier fallo del monje para levantarse. Por fortuna, aquellos diablos luchaban de forma desorganizada y no parecían muy listos. Una flecha dirigida contra Kyosuke impactó de lleno en el cuerpo de uno de sus camaradas que se interpuso en su camino. Otro saltó desde una terraza para llegar hasta Kyosuke, pero con tan poca agilidad que cayó de bruces contra las rocas y ya no se levantó. Sin embargo, el resto acosaron a los tres samuráis con sus lanzas y flechas. Cada uno aislado del resto, lucharon por su vida completamente abrumados. Aprovechando su mayor estatura y experiencia en combate, Kyosuke fue despachando lentamente a los demonios que lo rodeaban. Okura, menos ágil, empezó a sufrir heridas leves en todo el cuerpo, y una flecha se le clavó en el muslo. No daba abasto para defenderse de todos los ataques y echaba de menos su armadura. Kyosuke dio cuenta rápida de sus oponentes y aprovechando una obertura en la reyerta, corrió hacia la pared del salto de agua que lo separaba de su primo. Un diablo le salió al paso, pero Kyosuke no iba a dejar que una criatura aberrante como aquella se interpusiera entre él y su primo y le asestó un tajo vertical sin detenerse en su carrera. No le hizo falta mirar atrás para comprobar si había muerto. Kyosuke trepó rápidamente por las rocas y llegó junto a su primo.
—Gracias por acudir —le dijo Togama casi sin aliento—. ¿Cómo le va a tu hermano?
—No muy bien —le respondió su primo—. Pero primero nos hemos de encargar de este engendro. ¡Vamos!
Al enfrentarse a su ataque combinado, el líder de los diablillos solo pudo parar el golpe de bastón dirigido contra su cabeza y por el rabillo del ojo vio como la hoja del samurái se dirigía contra su pierna y la cortaba de un ágil tajo. El demonio profirió un chillido estremecedor y cayó al suelo entre convulsiones. Al instante, todos sus camaradas dirigieron la vista hacia su señor y algunos arqueros huyeron al verlo derrotado. Sin embargo, otros siguieron acosando a Okura, que ya luchaba con una rodilla apoyada en el suelo. Sin perder el tiempo, Kyosuke saltó de una terraza a la inferior y luego se lanzó temerariamente cascada abajo contra los enemigos de Okura.
La inercia del salto y su corpulencia bastaron para aplastar a dos de los monstruos que asediaban a su hermano y dejarlos fuera de combate. Kyosuke se levantó ileso tras rodar por el suelo y amortiguar la caída con sus enemigos y aún tuvo energías para esprintar hacia uno de los últimos arqueros que quedaban y derribarlo sin problemas. Mientras tanto, Togama había aprovechado la confusión del ataque de su primo para preparar una flecha en su arco largo y disparó contra el último lancero que atacaba a Okura, pero este aún tuvo tiempo para herir una vez más a su contrincante, que apenas se aguantaba ya erguido. Con la mayoría de sus camaradas derribados o muertos, el resto de monstruos vieron que era el momento de retirarse y huyeron. Kyosuke persiguió a algunos por el bosque y consiguió rebanar la cabeza a un bakemono rezagado. Finalmente, remataron a los monstruos heridos y dejaron a uno con vida para interrogarle. Kyosuke lo agarró con fuerza por el cuello.
—¿Cuántos más de vosotros tenéis? —le gritó—. ¿Cuántas más emboscadas? ¡Habla, maldita escoria!
Sin embargo, lo único que pudo sacar en claro fueron los chillidos del ser. El samurái estampó la cara del ser contra el suelo con un brutal gesto y seguidamente le partió la cabeza. Se trataron las heridas sufridas y luego apartaron los cadáveres y limpiaron el lugar de todo rastro de sangre para que el ritual de Togama pudiera continuar. Una vez hubo acabado, recogió la piedra sagrada entre unas telas y emprendieron el viaje de regreso. Por el camino recuperaron las armaduras que habían dejado ocultas. Cuando volvieron al lugar donde habían dejado los caballos, solo encontraron el cadáver de la montura de Kyosuke, que había muerto de miedo. El samurái se apiadó de la pobre criatura y ayudó a sus parientes encontrar los suyos, que por fortuna no se habían alejado demasiado del lugar después de haber roto las cuerdas. Luego calmaron a los caballos y emprendieron el viaje de regreso a la casa de té que regentaba el espía de Hosokawa.
El ronin misterioso
Una vez allí, se sentaron con las piernas cruzadas en torno a una mesa y pidieron algo de comida al posadero, fingiendo no conocerlo de nada. Cuando el posadero les sirvió tres boles humeantes de sopa de fideos, un ronin armado con katana y wakizashi entró en la casa. Posó la mirada rápidamente sobre los samuráis con expresión de desgana, se sentó en una mesa más allá donde casi les daba la espalda y pidió al posadero que le sirviera té. Observándolo de soslayo, los tres samuráis advirtieron que en la espalda del kimono del ronin se leía una extraña combinación de dos ideogramas: «rana» y «muerte». Los samuráis sorbieron sus fideos calientes con voracidad sin mediar palabra mientras vigilaban al recién llegado por el rabillo del ojo. A medida que avanzaba la tarde, el resto de parroquianos se fueron marchando de la casa hasta dejar únicamente a los tres samuráis y el ronin. Okura tomó la palabra y se dirigió a él:
—Saludos, viajero. Es extraño ver a un vagabundo armado por estas tierras en los tiempos que vivimos. ¿Por qué os sentáis con nosotros y nos contáis vuestra historia?
—Al contrario —repuso el otro sin volverse hacia su interlocutor—, es precisamente en estos tiempos turbulentos cuando más común resulta ver gente armada por los caminos, ¿no creéis?
Okura guardó silencio al darse cuenta de la torpeza de su comentario. Los tres samuráis tenían la ligera certeza de que el ronin podía tratarse de uno de los hombres que el señor Morioka había prometido mandarles, pero también podía resultar ser un espía de Ishizaki, por lo que debían asegurarse. Entonces, Togama pidió té al posadero para los cuatro y el ronin le dio las gracias y se sentó junto a ellos. Cuando les sirvieron las tazas humeantes, el sacerdote intercaló en la conversación la frase clave que habían acordado con Morioka para identificar a los ronin que iba a enviarles:
—Mmm, necesitaba algo caliente, este año el invierno parece que va a ser más frío.
—Así es... —se limitó a contestar el ronin.
Los tres samuráis intercambiaron miradas de soslayo. El ronin no les había contestado con la frase clave esperada. ¿Sería realmente uno de los ronin de Morioka o sería un espía de Ishizaki?
—Por cierto, gracias por el té. Podéis llamarme Kawazu —dijo el ronin.
—Yo soy... Hideaki —contestó Kyosuke, improvisando un nombre falso mientras intentaba sonar convincente—. Y estos son... Hikiyama y... Takeshi.
—No parece ser de por aquí, señor Kawazu —dijo entonces Okura.
—Estoy de paso.
—¿Es usted un ronin? —le preguntó Togama.
—Así es —respondió Kawazu—. En estos tiempos que corren, servicios como el mío son necesarios.
—Cierto, son tiempos convulsos.
—Debe viajar mucho, entonces —añadió Okura.
—Viajo como lo hacen las grullas, que alzan el vuelo en primavera —respondió Kawazu sin apartar la mirada de su taza.
Al oír por fin la frase clave esperada, los tres Kuroki comprendieron que aquel debía ser uno de sus nuevos aliados.
—¡Vaya, empezábamos a dudar de que fuerais realmente uno de los hombres de Morioka! —confesó Togama con una sonrisa.
—¿Pero no debía enviarnos a unos cuarenta hombres? —inquirió Kyosuke, extrañado.
—Claro, pero no iba a entrar aquí acompañado con toda la tropa, ¿no? —replicó Kawazu—. Y por cierto, para la siguiente ocasión, os ruego que no pongáis tan difícil responder de forma natural con el código clave. En fin, el resto de ronin están ocultos en una arboleda, cerca de aquí. Vamos, os llevaré con ellos y hablaremos de vuestro plan.
Los samuráis siguieron al extraño ronin hacia un bosquecillo cercano y, efectivamente, allí encontraron a varias decenas de hombres armados con la pareja de espadas samuráis, pero con ropas de viajes sin distintivos de ningún clan. Al verlos llegar se pusieron rápidamente en pie y Kyosuke temió durante un instante haber caído en una emboscada, pero poco después se relajó y dejó de asir la empuñadura de su sable. Okura agradeció a aquellos hombres su lealtad y su valentía y les pidió que aguardaran hasta que hubieran ultimado los detalles del ataque. Después, los tres Kuroki, acompañados de Kawazu como representante de los hombres de Morioka, volvieron a la casa de té. Allí se reunieron en la trastienda con Daigoro para preparar el siguiente paso de su plan desesperado.
* * *
Y hasta aquí el capítulo de hoy. ¿Cómo crees que enfocaron los tres samuráis y el ronin el ataque a la fortaleza? ¿Habrá surtido efecto el veneno que vertieron en el pozo? ¿Qué habrías hecho tú? La aventura continúa en el próximo capítulo: ¡el ataque furtivo contra el castillo! Y, si quieres, puedes leer cómo dirigí estas partidas de rol en esta entrada: las notas del máster.
Esto... ¿puedo desventrar al Cronista? ¿dónde está la transcripción de la conversación que tuvimos en la casa de té? Kawazu no se presentó así T_T
ResponderEliminarJajajajajaja. ¡Que conste que en la versión que le envié al Máster había puesto esas "frases de tanteo" que la crónoca describe pero que el máster ha decidido obviar!
EliminarY la frase, ¡¡¡¡¡¡¡se ha dejado LA FRASE PRINCIPAAAAAL!!!!!!!
Si fue buenísima esa conversación hehe. Estos censores... ¡uno ya no se puede fiar de nadie! :D
EliminarEjem, el cronista de la casa se durmió en los laureles y se olvidó añadir el diálogo correcto. Ahora ya lo he retocado tal y como lo recordabais. ;-)
EliminarGracias por la corrección. ¡Prometo no ser tal quisquilloso la próxima vez!
Eliminar