Morden defiende el campamento es un extracto de la novela inédita de Greg Stafford, llamada habitualmente Harmast's Saga. Este extracto se publicó originalmente en Gloranthan Visions, un libreto con relatos sobre Glorantha que incluía el juego de rol Hero Wars. En este extracto, el noble guerrero Morden invoca un tipo especial de magia ancestral para que le ayude en su defensa solitaria. Puedes leer el original en inglés aquí y a continuación puedes leer la traducción que he hecho:
El Poema del Pertrechamiento
Vargast se preparaba para defender el campamento. Pero él, el jefe, no podía situarse en primera línea, así que Vargast asignó la tarea a su fiel y veterano camarada.
Cuando Morden anunció a Vargast la llegada de los hombres orgovaltes, el jefe rápidamente nombró a Morden como defensor principal. Era el hombre idóneo, sobre todo porque tenía mucha experiencia en adoptar la forma heroica de su antepasado. Además, cuando Vargast lo nombró campeón, Morden recibió una bendición de gran energía que le otorgó una extraordinaria reserva mágica y que, al mismo tiempo, hizo que todas y cada una de las personas del clan corrieran el riesgo de sufrir exactamente sus mismas heridas en caso de que fracasara. Con la ayuda de los sacerdotes, iba a obtener la bendición de Orlanth sobre el clan y a hacerse tan poderoso que el enemigo se vería obligado a centrarse en él.
Todas las ceremonias orlanthis seguían los mismos principios. Cada rito era una representación de un acto divino o heroico. Si se hacía correctamente, la ceremonia producía los efectos mágicos que se habían producido en el acto original. De este modo, los actos victoriosos eran recordados, reproducidos y refinados, y los dioses y los héroes regresaban al mundo.
Morden era afortunado porque conocía una ceremonia de integración heroica poderosa y era capaz de activarla más rápido que la mayoría de hombres. Finalmente, para prepararse aún mejor, Morden eligió el Combate con escudo de Brekun. Brekun era un antepasado de Morden, y una relación de sangre con el objeto de adoración siempre contribuía a reforzar la conexión. Aún más importante era el hecho de que Morden había practicado las hazañas de Brekun durante muchos años. No iba a depender por entero de la magia que obtuviera del ancestro, ya que eso habría sido una dependencia estúpida o un intento realmente desesperado. Es decir, Morden ya podía arrojar su escudo de bordes afilados con gran destreza, de forma que el refuerzo mágico se centraría en mejorar, en vez de crear y, por tanto, sería más poderoso.
El proceso de invocar el poder de Brekun para que acudiera y se fundiera con Morden se llevó a cabo sin problemas, como cualquier otro ritual normal. Morden entonó los versos sencillos que atraían la atención de Brekun hacía él, luego a su alma y finalmente a compartir su cuerpo. Mientras, los sacerdotes rezaban a Orlanth y con su adoración transformaron el aire ordinario que respiraban en la sustancia que es Orlanth.
Para Morden, el recipiente de esta atención, el mundo tomó un aspecto que normalmente solo veía en los días sagrados. Los colores se clarificaron hasta adoptar un brillo bien definido. Los objetos ordinarios quedaron en segundo plano, de modo que los adornos artísticos se desvanecieron y los detalles insignificantes desaparecieron hasta que toda armadura o escudo pasó a tener el mismo aspecto. Además, las mejoras mágicas se resaltaron como insectos relucientes saliendo en el ocaso, de modo que Morden pasó a ser capaz de ver una espada mágica incluso enfundada en su vaina. Los espíritus que habitualmente Morden solo podía presentir también pasaron a hacerse visibles.
Dandern, el orador, y Engorn, el narrador, interpretaron sus papeles con fría y severa eficacia. Convocaron hacía sí el poder del dios del saber y el del dios del habla, y luego hacia su alrededor para energizar el recuerdo y el sonido y que ambos se hicieran especiales, extraordinarios; igual que los sacerdotes de las tormentas estaban transformando la esencia del aire.
Al unísono, Dandern y Engorn volvieron a narrar la historia de Brekun el héroe. La contaron de la forma sagrada y, por tanto, contaron fragmentos que no podían ser narrados en una versión mundana, y omitieron otros que no eran importantes para la magia. De esta forma reactivaron los grandes poderes mágicos que habían ayudado a Brekun y los dirigieron a Morden para la batalla que se avecinaba. En la narración sagrada, fue Morden quien obtuvo el mayor poder: asumió los pertrechos y el mal de Brekun. Todos los demás solo obtendrían aquella protección y feroz destreza asesina con la que pudieran llegar a identificarse en la historia.
La historia de Brekun no era larga ni complicada, y su gloria residía en el pertrechamiento del guerrero. El Poema del Pertrechamiento lo equipaba con la «noble lanza, regia espada», capaces de «cortar sin ser empuñadas, saltando y cantando». Y finalmente, sobre todo, los escudos: escudo afilado, escudo lanza, escudo de salto y escudo de vuelo. El poema narraba cómo tomó esas armas y las afiló. Morden afinó ritualmente sus armas como había hecho Brekun, aunque todas y cada una de ellas ya estaban afiladas al máximo. Examinó las astas de las lanzas, repasó la armadura que llevaba tanto tiempo preparada en busca de orificios y contó cuidadosamente las jabalinas en su aljaba.
Contó sus fetiches y acarició los amuletos que le otorgaban una parte de su dios. Ahí estaba Cuervo, una piedra negra pulida totalmente lisa, mojada en vísceras. Ahí estaba Kara, cubo blanco, y la Jara, bola blanca de madera, las dos para las heridas. Cosido en su manga derecha estaba Durox, un hueso de toro con runas para advertirle del caos.
Con reverencia, comprobó cada uno de sus fetiches y amuletos para asegurarse de que la bolsita estaba bien sujeta o que la correa de cuero estaba bien atada, y para agradecerles cordialmente lo que iban a hacer.
Entonces Brekun llamó a su esposa, no al mozo de los escudos. En primer lugar, esta le ató las grebas y las sujetó bien con fuertes correas. Le puso una túnica de fino lino, cortada sin mangas para mostrar sus merecidas marcas, y encima de ella...
Y así prosiguió con todo. No había ninguna mujer salvo por aquellas que iban a luchar, y los hombres se ayudaban unos a otros, comprobando cada unión de la armadura, cada nudo y cada atadura.
Y así fue todo hasta que se puso su humilde capa, que se había ocupado de que fuera azul con ribetes plateados. Los sacerdotes contaron cada una de las palabras del héroe, dejando que los hombres oyeran lo que debían oír. Los sacerdotes entristecieron cuando hicieron que las lágrimas asomaran en los ojos de Morden al pensar en el amor, pero Brekun había hecho lo mismo y habría sido peligroso saltarse aquel detalle debilitante de la historia en esas circunstancias.
Y así pasó la noche, preparándose para el final de sus días. En el valle al otro lado, o dos más allá, el enemigo de Morden hacía lo mismo.
Con el viento del alba llegaron los enemigos, todos ellos hombres valientes. Las flechas silbaron, las piedras crepitaron, las llamas se alzaron y cayeron sobre el enemigo. Solo los más valientes siguieron adelante.
Por sí solo, entonces, y contra ocho a la vez, Brekun bloqueó dardos y lanzas mortíferos y con el Aullido de la Viuda devolvió los proyectiles contra el odiado enemigo.
Aquel día, a Brekun, el feroz portador de la espada próspera, ninguna hoja de bronce le rozó siquiera. Asestó un golpe tras otro contra espadas, astas y yelmos, y con su escudo cuadrado doblegó las lanzas de los poderosos.
Bendito por decreto de Orlanth y Humakt, echó por los suelos la fama de Stad e hizo añicos el escudo de salto del defensor.
Bendito por decreto de Ernalda, echó por los suelos la fama de Melifas y le cortó el cuello con el escudo afilado.
Brekun había dominado las artes de la guerra y portaba el escudo cortante que le había dado su esposa, con el que hizo estremecer a su enemigo, el capitán.
Brekun habló así: «¿Quién osa desafiarme con este lamentable asalto? El precio a pagar por algo así es una moneda con forma de cabeza. Mi bolsa aún no está llena. Stad y Syrik, Makkor y Melifas, Agnakor y Arntokar ya son solo monedas. Mandadme ya la pieza de oro, el jefe que me ha difamado».
«Allí se alza Brekun, entre los rojos vapores que calientes se alzan de los charcos de sangre humana derramada. No se detendrá hasta que el mar de sangre se seque por completo. No se marchará hasta que el gallo de la mañana se haya cansado de cantar».
El Hombre Grande
—Hakorlat y Morandor —dijo el príncipe—, ¿seríais tan amables de ir a ver qué es lo que quiere de nosotros ese desconocido?
Los dos hombres azuzaron a sus caballos pardos y, sin mediar palabra, se lanzaron al galope hacia el enemigo.
Morden, que seguía sin moverse, desenvainó la espada y aguardó. Los hombres no aminoraron la marcha y distinguió cómo relucía su magia a la luz del amanecer. Entrecerró los ojos como debía hacerlo al alba y percibió los dientes apretados y las miradas de determinación de los guerreros que se aproximaban.
Morden, igual que había hecho Brekun antes que él, gritó el Aullido de la Viuda y todo ser pequeño dentro del alcance del grito cayó muerto al instante. Sin embargo, el Grito de la Viuda no era desconocido para aquellos guerreros orgovaltes, y el propio Hakorlat lo había usado a menudo. Los guerreros asieron con fuerza las riendas y cabalgaron a todo galope.
No obstante, lo que Morden había hecho, a instancias de Vargast, era incluir en el grito una parte de su alma real. Morden debía pensar, le había dicho Vargast, en quien fuera que más le amaba y dejar que su dolor impulsara el grito. Pero con eso no bastaba, le había advertido Vargast, Morden también tenía que sentir la pena que sentiría su esposa, y sumarla al poder del grito. Morden así lo hizo, y descubrió que Brekun había derramado dos lágrimas la última vez que había pensado en su esposa.
El grito chocó contra los dos jinetes como un pequeño muro, pero estaban demasiado bien preparados para quedar fuera de combate. Había sido más fuerte de lo que esperaban, lo que tampoco debería haberles importado, pero ambos hombres se enfurecieron porque el grito, a pesar de todo, los había sorprendido, y azuzaron a sus caballos con más ahínco todavía, mientras uno empuñaba una lanza y el otro una jabalina.
Morden esbozó una sonrisa, ellos la vieron incluso desde la distancia que los separaba y eso los enfureció aún más. Se olvidaron de que no solían enfadarse tanto y clavaron las espuelas con fuerza en sus monturas. Morden se preparó seis dardos en la mano, cada uno de apenas seis pulgadas, con forma de flecha pero con un gran peso de plomo en la punta. Cuando estuvieron dentro de alcance, tanto Morden como Morandor arrojaron sus armas, y seis proyectiles salieron disparados de las manos de ambos. Seis proyectiles golpearon a Morden, que se tambaleó unos pasos atrás debido al impacto y a punto estuvo de caer. Aun así, ninguna de las jabalinas atravesó su armadura. Recuperó el equilibrio y se preparó para apuñalar con la espada desenvainada, pero ya no fue necesario. Sus dardos, propulsados con aún más potencia de la habitual, habían atravesado por completo a los dos adversarios y sus caballos, y los cuatro cuerpos ensangrentados yacían en la ladera de la colina a sus pies, dando sus últimos estertores.
Morden aulló y corrió colina abajo. Su espada brillaba con tanta intensidad que podía verse desde la otra colina desde donde el príncipe observaba. Este vio la hoja de bronce descender dos veces y dos veces se alzó aquel desconocido con la cabeza de su enemigo en la mano. Entonces el desconocido arrojó las cabezas por los aires y su espada tras ellas, y las cabezas fueron hechas pedazos. Incluso desde esa distancia, el príncipe pudo ver que habían sido perfectamente descuartizadas. La espada cayó de nuevo en la mano del guerrero y el príncipe vio que el desconocido le dirigía una sonrisa asesina.
Sopló un viento arremolinado. El rápido rebufo de viento sopló sobre los cadáveres ensangrentados. En ese momento, Morden y el príncipe escucharon cánticos a la vez que las almas de aquellos guerreros se elevaban con el viento para iniciar la larga y ventosa travesía hasta el Salón de Orlanth. En torno al príncipe, los guerreros mostraron señas de incomodidad porque, aunque no escucharon la música, presintieron algo extraño a su alrededor que les perturbó.
—Ya veo que no es ningún fraude —comentó el príncipe a sus camaradas.
Varios días a marchas forzadas a caballo no suponían ninguna molestia para el príncipe Kerandal, hijo del rey Keranlaka, y su séquito. Marchaban a la batalla, y con cada hora que pasaba la emoción de matar o morir no hacía más que aumentar. Cuando vieron a Morden no necesitaron nada especial para ver que un guerrero, armado para la gloria, les estaba esperando.
Habían detenido el carro y sus ponis en la colina de enfrente, a casi media milla de distancia, lo que era mucho más allá de toda distancia de asalto. Hasta un espíritu, capaz de volar más rápido que el viento, normalmente se haría visible en el tiempo que le llevaría recorrer esa distancia. El príncipe, que ya relucía con su propia magia broncínea, no tenía ningún miedo de algo tan insignificante.
—¿Conocéis a ese hombre? —preguntó a su lancero. Al instante, el lancero saltó por los aires, se encaramó en la silla de monta y con su aguda vista miró y vio al guerrero que esperaba como si ambos estuvieran uno junto al otro.
—Es del clan laurel y fue guerrero personal de un jefe de los Liornvuli. En sus brazos danzan siete magias y puede que algunas más. La capa que lleva es de una mujer mágica que vive entre espinos, y su collar evita que se fatigue. Lleva sus mejores ropas, pero son tan malas que no me molestaré en describirlas.
La mayor parte de los hombres rieron al oír ese comentario insultante sobre la pobreza del guerrero, porque todos iban bien vestidos con capas de verde y azul, pieles y túnicas de lino fino. Llevaban los brazos adornados con el oro de su señor y todos eran guerreros veteranos, sabios en las artes de la guerra de los dioses de las tormentas.
—Buen señor —dijo una voz gruesa y con mucho acento—, ¿me permitís acercarme a ese hombre antes que nadie?
El que había hablado, un forastero de aspecto refinado que pretendía desposar a una princesa, no portaba espada ni escudo.
—Arkathan, no me cabe duda de que podrías robarle la espada de la mano, pero esto es algo de lo que debe encargarse un guerrero, de hombre a hombre.
—En mi hogar, consideramos una virtud ser prudente.
—E imprudente —añadió el príncipe, pero lo dijo de buena fe, por lo que todos sus camaradas volvieron a reír. Arkathan, pese a ser un forastero, era tenido en buena consideración—. Norteño que quisiera ser hermano —prosiguió Kerandal—, demostré que podía ser prudente cuando decidí no matarte. Pero ahora, haremos la tarea del guerrero a la manera de los guerreros.
Todos los camaradas del príncipe asintieron agradecidos, pues tenían ganas de luchar. La mayoría eran veteranos. Agradecían los objetos benditos, sagrados y mágicos que Arkathan había robado para ellos, pero tampoco los necesitaban. Aun así, se requería algo más que una espada mágica para combatir a un héroe y aquel desconocido empobrecido no era el primer héroe preparado al que se habían enfrentado. Por supuesto, el príncipe Kerandal contaba con varias personas capaces de hacer frente a aquella amenaza.
El príncipe se volvió hacia uno de sus hombres, de nombre Namar, y le dijo:
—Tú eres un devoto de Hombre Grande, ¿verdad?
—Sí, lo soy. Acabaré con él de un pisotón.
Hombre Grande era famoso en toda la zona central de Genertela. Había vivido seiscientos años atrás, en la Edad de Plata, cuando el mundo empezaba a alejarse poco a poco de la oscuridad y la destrucción. Hombre Grande había recorrido muchas regiones de esa zona y había usado su tremenda fuerza para crear cosas, ayudar a la gente y para mejorar el mundo en general.
Hombre Grande poseía una habilidad especial. Tenía una fuerza extraordinaria, capaz de levantar un carro de guerra entero, con su armadura pesada, lanzas y espadas, e incluso la pareja de caballos, el auriga y el guerrero. En toda su vida, Hombre Grande casi siempre había logrado alzarlo todo al primer intento. Aunque, a veces, tenía que usar los dos brazos o hasta la gran fuerza de sus piernas.
Fuera como fuera, en ocasiones no lo conseguía. En esas ocasiones, cuando se veía frustrado por no poder levantar o arrojar algo, era cuando Hombre Grande empleaba su gran poder: se hacía más grande, como una vejiga al inflarla al máximo o como un pan al hincharse en el horno. Entonces, más grande y más fuerte, hacía su segundo intento. Casi siempre lo lograba en el segundo intento, ya se tratara de arrojar una galera sobre la meseta o de derribar una sección de la muralla de Nochet. Tan solo en diez ocasiones a lo largo de su larga vida Hombre Grande se vio obligado a hacer un tercer intento para levantar algo, y en esas ocasiones se llenaba de aire para hacerse aún más grande. En cuatro ocasiones a lo largo de la vida de Hombre Grande había necesitado cuatro intentos para lograrlo. Esas ocasiones fueron cuando mantuvo al tritón bajo el agua, cuando rompió el cuello a un dragón, cuando Orlanth trató de arrojarlo al cielo y cuando le cayó una montaña encima.
Solo en una ocasión había aumentado su tamaño cinco veces.
Hombre Grande no era un guerrero. En su tiempo habían vivido muchos otros guerreros mejores que habían aceptado de buen grado la peligrosa tarea de combatir monstruosidades o luchar entre ellos. A pesar de ello, la luz mortecina anterior al Alba de la Edad de Plata había estado repleta de peligros, por lo que Hombre Grande había luchado, arrojado y roto el cuello a una buena cantidad de monstruos y atacantes. Aunque Hombre Grande nunca empuñaba armas, en muchas ocasiones había arrojado rocas, árboles o hasta casas para matar a sus enemigos.
A Hombre Grande no le gustaba luchar cuerpo a cuerpo y, en particular, no le gustaba luchar contra otros humanos. Aun así, había usado su tremenda fuerza varias veces para reducir a quienes hubieran luchado contra él. Incluso en alguna ocasión se dice que se limitó a golpear y agrietar el suelo para luego huir de un combate antes que tener que arrearle un puñetazo a nadie.
Pero la única vez en la que había usado su fuerza cinco veces fue en un combate, cuerpo a cuerpo, contra un ser humano. Hombre Grande estaba luchando contra Jeri Babo en aquella ocasión y al final venció cuando pisoteó a su adversario con sus botas con suela de hierro, aplastándolo como un hombre aplastaría a un ratón.
Morden había estado aguardando pacientemente. Vio la gran roca salir despedida por el aire desde el otro extremo de la colina de enfrente. Como el príncipe no se movió ni un ápice mientras la roca trazaba el arco, a Morden tampoco le preocupó. Pensó: «quien haya hecho eso es un fortachón».
Entonces Morden vio a un hombre realmente grande acercándose desde la colina. Llevaba una cinta roja ceñida a la cabeza y no llevaba armadura. Vestía ropas sencillas de campesino, empuñaba el martillo de un artesano de la piedra y calzaba unas grandes botas con tachuelas.
«Ah», pensó Morden, «un Hombre Grande, no solo un fortachón». Morden no se movió cuando el Hombre Grande se detuvo un instante para levantar el carro y a su señor, junto con los caballos, que no paraban de cocear y gritar en sus arneses. Volvió a dejarlos en tierra, sin muchos miramientos, y estalló en una sonora carcajada. Toda una bandada de cuervos que acudía a la zona en busca de alimento cayó del cielo aturdida al oír aquella risotada.
Hombre Grande dejó su martillo en el suelo junto al carro de su señor. Hombre Grande nunca usaba sus herramientas para nada que no fuera su fin, así que, como no iba a trabajar la piedra, lo dejó atrás. Cruzó el valle a paso tranquilo hasta donde estaba Morden, que seguía esperando, sin inmutarse y con las armas envainadas.
—Eh, tú —dijo Hombre Grande cuando llegó a unos pasos de distancia—. Quiero alzarme ahí.
—¿Aquí? ¿Alzarte aquí? —preguntó Morden—. Antes de cederte mi trozo de tierra, voy a pedirte que tengas la cortesía de decirme tu nombre.
—No es ningún secreto. Todo el mundo me conoce. Soy Vogarth el Hombre Grande, de los Usedri, que es el hombre más fuerte de todo el mundo. ¿Quién eres tú?
—Soy Morden, hijo de Harastan, del clan del Escudo. Soy hombre de armas de Vargast y porto el pesar de mi pueblo en el alma.
—Cédeme tu lugar —dijo Hombre Grande. Lógicamente, Morden no podía acceder a su petición porque cederle «su lugar» lo habría debilitado. No solo habría cedido un trozo de terreno, sino que habría abandonado la posición en la que había decidido vivir en el mundo, que en ese momento era defensor del campamento.
—¿Eres Hombre Grande, el que arrojó el barco dragón sobre la Meseta Sombría donde los trolls lo devoraron? —preguntó Morden.
—Lo soy.
—Eres idéntico a él. ¿Eres el Hombre Grande que transportó el sorprendente Árbol de Piedra Viva desde la Huella hasta la casa de la reina de Esrolia?
—Soy él —contestó Hombre Grande—. Y ahora voy a ocupar tu lugar ahí. Es importante para mí —en ese momento era cierto aunque, por supuesto, en el momento original de esa historia Hombre Grande tenía motivos de verdad para exigir el lugar de Jeri Babo.
—Creo que eres el mismo Hombre Grande —dijo Morden— que destrozó a aquel gigante de piedra con su martillo y salvó al rey de los trolls. ¿Me permites alabarte más?
—Lo soy —dijo el Hombre Grande—. Y me tomaré el tiempo para que me alabes —parecía contento de ser reconocido. Obviamente, todas aquellas repeticiones reforzaban los grandes poderes de Hombre Grande en la estructura mortal del hombre que era su devoto. La identificación de Morden y la repetición de ese reconocimiento reforzaba con aún más fuerza el acuerdo previo, concretando aún más la presencia de Hombre Grande.
Por supuesto, eso también reducía la presencia del hombre que había debajo.
—Creo que eres el hombre más fuerte del mundo, al que llaman Hombre Grande —declaró Morden—, y sé que no te gusta luchar.
Morden echó un vistazo a su alrededor y fue a recoger una pequeña roca gris.
—Puedo estrujar una roca hasta hacerla sangrar —declaró Morden, y alzó la mano para mostrar la roca. Entonces la estrujó y goteó sangre. Morden la arrojó al suelo—. Y tú, ¿puedes?
Hombre Grande se lo quedó mirando un instante y dijo:
—Eso es trampa.
Sin embargo, el Namar que había allí dentro necesitaba la presencia de Hombre Grande. Un hombre ordinario no podría cumplir la tarea y él quería lograrlo. Escuchó las palabras de Morden:
—Según he oído, eres tú quien arrojó la galera sobre la meseta y quien dobló las puertas de bronce del salón de Heort. Eres Hombre Grande, que es justo y que siempre está dispuesto a participar en pruebas de fortaleza.
Morden se rió de él. Luego le dijo, en alto:
—Has perdido, Hombre Grande. Has perdido la prueba ¡y ahora eres tú quien debe cederme tu lugar!
Hombre Grande se dio cuenta de que era cierto y en su lenta mente asomó la angustia. ¡Había perdido una prueba de fuerza! ¿Cómo podía ser el hombre más fuerte del mundo? ¡Era imposible!
Hombre Grande se detuvo un momento para mirar a Morden. Su mirada volvió a reflejar inteligencia.
—Tramposo. No has usado una roca.
Morden soltó una carcajada, muy sonora, y el hombre, pese a estar desarmado y sin armadura, se abalanzó contra él. El combate fue breve, pues aunque el hombre era muy fuerte, no era más que un hombre. Morden podría haberlo matado fácilmente, pero en vez de eso solo le golpeó varias veces con su puño enguantado y acto seguido lo arrojó al suelo y le propinó varias patadas.
—¿Quién es ese que parece un hombre en el carro que hay ahí en frente? —preguntó Morden.
—Es el príncipe Kerandal, hijo del rey Keranlaka, y yo soy...
—No será hoy, hombrecito —repuso Morden, y le endiñó otra patada, lo bastante fuerte como para levantar del suelo sus noventa kilos de peso—. No será hoy. Y ahora vete.
El hombre, Namar, que no podía nombrarse a sí mismo, era un guerrero, y tenía un amuleto que, solo con sostenerlo un instante, detenía las hemorragias y sanaba el dolor lo suficiente para permitir caminar a un herido. Namar lo usó entonces y volvió a su príncipe. Cuando llegó a la altura de la rueda del carro inclinó el torso en una profunda reverencia.
—Mi príncipe, yo...
El gran ladrón
—Ese hombre y su espada podrían llegar a ser un héroe, algún día —comentó el príncipe—, si logra encontrar suficientes adversarios necios que caigan derrotados ante él. Está claro que prefiere el combate cara a cara. No somos tontos. Necesitamos a alguien que pueda sorprenderlo y que tenga una destreza para la que no esté preparado.
—Ah —dijo el forastero—, buen príncipe que querría tener un hermano. ¿Me permitís?
—Puede que sea el momento, creo —repuso el príncipe. Reflexionó tan solo unos instantes antes de añadir—: Arkathan de Lolon, te pido que vayas allí y te enfrentes al desconocido. Quizás, aunque no puedas matarle, podrás al menos traerme su espada.
—Haré todo lo que esté en mi haber —contestó el otro y, tras unas breves oraciones, se puso en marcha.
El príncipe Kerandal observó cómo se alejaba y luego se volvió a uno de sus sacerdotes para decirle:
—Orandal, creo que tienes un extraño regalo de nuestro camarada que va por allí.
—Sí, mi señor, me dio esto que él llamaba Gancho Pértiga.
Tenía apenas un metro de longitud y luego se encorvaba un poco más para formar un ángulo cerrado. Era un bastón de madera con extremos metálicos y pintado con una sola franja a lo largo.
—No prestaba atención cuando te lo obsequió. ¿Podrías recordarme sus propiedades?
—Hay una estrella en lo alto que no se puede ver, pero puedo asirla con este gancho y elevarme a una altura considerable. Es mucho más estable que volar y me permite concentrarme en lo que se extiende más allá de nuestra posición.
—Cuando Arkathan se sitúe a distancia de conversación con nuestro adversario, ¿podrías usarlo y mirar más allá para ver a lo que nos enfrentaremos luego?
—Mientras nadie me dispare flechas o me ataque. No puedo defenderme desde ahí arriba cuando estoy oteando.
—Estará muy ocupado —le aseguró el príncipe—. Prepárate.
A media tarde un forastero se aproximó a Morden. Llevaba unas medias rojas, calzado de puntas bajas, un jubón de franjas verdes y amarillas, y un sombrero de ala ancha adornado con una cola de mapache. Por último, llevaba la cara pintada por encima de los ojos como si fuera un antifaz.
Morden jamás había visto un hombre igual, y no supo cómo reaccionar.
El hombre se llamaba Arkathan, pero todo el mundo lo llamaba Manorrápida. Era de una ciudad llamada Lolon, en la tierra de Vanch. Morden no había estado nunca en Vanch ni en ningún lugar a menos de doscientas millas de allí. Desconocía que aquel hombre era un ejemplo casi perfecto de la expresión: «más ladrón que un vanchita».
Por contra, Arkathan sabía bastantes cosas de Morden. Sabía, por haberlo visto desde lejos, que Morden era un devoto orlanthi de pura cepa. Lo delataban todos esos tatuajes, la reluciente armadura de bronce con las runas marcadas y el aura violenta de su protección mágica broncínea y visible en el mundo ordinario.
El ladrón se acercó con cautela. Arkathan no era tonto. Se había enfrentado a media docena de hombres armados, aunque menos armados que aquel, y los había matado a todos. Y lo que era más relevante: a una o dos docenas más en menos que buena lid.
Morden habló y la opinión del vanchita coincidió con la información que le habían transmitido.
—Márchate, forastero —le advirtió Morden mientras blandía la espada—. Este es un día para morir y acabas de entrar en la región de la muerte.
Entonces la intención beligerante del guerrero saltó de Morden como una sombra, como un doble de sí mismo, y se abalanzó contra Arkathan. Este lo estaba esperando y, aunque cualquier guerrero normal habría dado media vuelta para huir, sabiendo que combatir no serviría de nada contra aquel semidiós, Arkathan no dejó entrever ni un ápice de temor al ver la aparición. Se quedó quieto durante unos instantes. Morden no se movió, pero Arkathan pudo ver cómo movía los labios. Lentamente, Arkathan alzó las manos, con las palmas hacia delante en dirección al guerrero. Y, con una extremidad invisible, cruzó toda la distancia que los separaba para arrebatarle la piedra que brillaba con tanta fuerza. La mano, con más suavidad que un beso, sintió una diminuta resistencia.
Morden profirió un grito y luego arrojó la espada por los aires. Esta giró y giró, lentamente, a medida que ascendía, y Morden extrajo una jabalina de su aljaba.
Arkathan lo reconoció: el Truco de la Espada. Lo había visto en su juventud al luchar contra los sylilanos y recordaba el grito. En aquella ocasión, tiempo atrás, le había forzado a salir corriendo. Pero ahora sabía que el bárbaro iba a empuñar la jabalina, la arrojaría mientras corría y recogería la espada justo antes de llegar al cuerpo a cuerpo. Arkathan esperaba que fuera a ser así de fácil. Le llamaban Manorrápida, pero sus manos invisibles eran tan solo una de sus habilidades.
Saltó por los aires mientras el otro preparaba la jabalina y agarró la espada voladora, pero dejó tras de sí una aparición más visible de él mismo como cebo. Funcionó, porque cuando Arkathan se encontraba en el cenit de su salto vio la jabalina de Morden atravesar la garganta de la ilusión. La espada estaba cargada de magia, así que la sostuvo con ambas manos al aterrizar, preparado para cortar en dos al guerrero desarmado que debería haber estado de pie, sin armas, frente a él.
Arkathan no alcanzó a ver el escudo de borde afilado que le atravesó el abdomen justo al tocar el suelo. Cortó al ladrón por la mitad y la fuerza del lanzamiento hizo que ambas partes se desplomaran por separado, a cierta distancia una de otra.
A Arkathan ya lo habían matado en otras ocasiones, pero obviamente se quedó algo aturdido igualmente. Él, su espíritu, se quedó allí, agachado y preparado, sosteniendo la espada mágica ante sí y, al echar la vista por encima del hombro vio sus piernas pataleando y su hígado agitándose, además de montones y montones de sangre por todas partes, manchándole sus finos ropajes. Aquel truco del escudo lo había pillado por sorpresa, pero sabía qué hacer cuando lo mataban.
Sabía que si lograba mover su espíritu lo bastante rápido, podría unir sus dos partes de nuevo y coserlas en meros instantes. Ya hacía mucho tiempo que se había preparado para curarse así. Sabía cómo hacerlo. Podía conseguirlo.
Arkathan miró con sus ojos espirituales directamente a sus dilatados ojos físicos y entonces regresó a su forma física. No le dolió tanto como a un hombre normal, porque era Arkathan, pero era agonía y el torso que salpicaba sangre aulló de dolor. Miró a sus piernas, y al verlas estas dejaron de agitarse. Sintió sus pies. Entonces Morden apareció en su campo visual.
Morden sostenía la espada, esbelta, brillante y sin una gota de la sangre que empapaba todo el suelo. La había recogido en mitad del aire, donde el espíritu la había sostenido durante el tiempo que le había llevado realizar la proeza del Escudo Afilado.
Morden miró a los ojos del mago que acababa de derrotar. Su mirada se topó con una cierta resistencia, casi como si alguien le estuviera apretando los globos oculares. Morden profirió el Grito Aplastadiablos. Los ojos de Arkathan explotaron y de ellos manó sangre a chorros mientras Morden cortaba, una vez, y volvía a seccionar el torso en dos. Los ojos dejaron de salpicar, ya que habían dejado de ver, y mientras Morden se apartaba cautelosamente, las partes del cuerpo cesaron de agitarse y de expulsar órganos.
Morden habló e invocó a los cuervos. Acudieron a la muerte como siempre habían hecho, pero más rápido que de costumbre gracias a su plegaria, y en gran número. Sus alas negras emitían el sonido de las alas de la muerte. Emprendieron el vuelo de nuevo llevándose bocados del enemigo y con sangre goteando de sus afilados picos. Tras aquel festín, el mago muerto ya nunca podría reformarse, si es que tal tipo de resurrección estaba en su poder. Como no sabía nada de su enemigo, Morden había decidido no correr riesgos.
Los cuervos deglutieron y se marcharon volando para vanagloriarse de ello ante sus primos. Morden alzó la vista hacia las bandadas justo a tiempo para ver un guerrero que descendía de los cielos al otro lado del valle, de vuelta con su príncipe.
El príncipe también observaba a las bandadas negras alejarse con su festín aún caliente y vio a su hombre, que había estado colgando, descender suavemente y acercarse a él para informarle.
—Detrás de la colina donde se alza ese héroe hay un batallón de guerreros, todos armados con lanzas y cascos de bronce, aguardando. Más allá hay un gran campamento cuadrado, con empalizadas de madera y piedras para asegurarlas. En cada esquina monta guardia un héroe y dentro del campamento hay otro ejército, con jabalinas y escudos. He visto muchos sacerdotes ahí, acompañados de una banda de vientos que eran como nuestra venerable montaña en un día sagrado.
—Ese hombre es más grande de lo que hoy soy yo —dijo el príncipe al oír todo aquello—. Veo que se ha estado preparando durante semanas, probablemente desde el Tiempo Sagrado. Recordaré su nombre y regresaré cuando estemos igual de preparados. Habrá sido culpa de ese idiota, con sus armas defectuosas y sus obsequios manchados de Eurmal. Portavoz, manda a tu halcón y dile a mi hermana que ya no debe temer que nadie quiera casarla con ese hombre.
El portavoz de los dioses asintió con un gesto de la cabeza, dieron media vuelta a sus caballos y se alejaron para asegurarse de quedar fuera del alcance de la proeza del Salto del Crepúsculo, del Lanzamiento del Sol Poniente y también de la proeza del Salto Perseguidor. Mientras se alejaban al galope, uno de los portavoces de los dioses se agachó con el escudo en la espalda por temor a que Morden conociera la proeza del Escudo Asesino del Ocaso. Lo conocía, pero no lo usó aquella tarde.
Morden se quedó mirando cómo se alejaban con sus caballos y luego volvió a su posición de guardián.
—Allí se alza Morden —dijo una voz que reconoció como la de Vargast—, entre los rojos vapores que se elevan aún calientes de los charcos de sangre humana derramada. No se detendrá hasta que el mar de sangre se seque por completo. No se marchará hasta que el gallo de la mañana se haya cansado de cantar.
El orgullo le dio a Morden su recompensa, que sintió cómo se desvanecía su cansancio y cómo sus heridas dejaban de cortar y arder. El orgullo le llegó de estar seguro de que el cobarde caudillo que huía no iba a volver. La alabanza de su señor también fue un gran regalo, tal vez el mejor que recibió aquel día. A la mañana siguiente el botín sería suyo, si quisiera quedárselo, pero los tesoros no tenían valor para un hombre que iba a morir pronto, y tampoco serían motivo de orgullo. Su mejor regalo, pese a todo, fue el éxito que alcanzó al saber que había actuado a la altura de su modelo, su héroe, Brekun. Sintió el toque de la vida tras la muerte y fue como un pequeño sorbo de dulce agua fresca para alguien que creía no tener boca.
Greg Stafford,
23 de agosto del 99