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jueves, 10 de noviembre de 2016

Samuráis de Suruga (VII): El fin de un camino

9 comentarios:
 
He aquí un nuevo capítulo de la campaña de samuráis con RuneQuest 6. Con gran esfuerzo, al fin el cronista oficial ha logrado escribir unas líneas sobre el último tramo de la travesía por las montañas. En el capítulo anterior, el grupo ahora compuesto por un rōnin, un bandido, una esposa samurái, sus dos sirvientas, dos caballos, dos niños, un bebé heredero y los tres samuráis protagonistas sufrieron varios peligros en su camino por las montañas de Suruga. El viaje prosigue hacia la fortaleza de Shimada, así que, quien quiera saber si llegaron allí, que siga leyendo...


El camino seguía montaña adentro y el pequeño daimio ya se enfrentaba a la muerte pese a su corta edad. Su batalla era una de las muchas que seguramente tendría que disputar en un futuro. Parecía que el mismo destino le estuviera poniendo a prueba para no perder tiempo. Sin embargo, la delicada salud del heredero alimentaba aún más las ansias de llegar a la fortaleza del señor Hosokawa y conseguir así la salvación... Pero el camino seguía igual de inescrutable que cuando lo habían iniciado unas horas antes. La densa niebla matutina no permitía ver nada más allá de veinte pasos y el grupo se escondía siempre que oía en la lejanía sonidos de cascos de caballo, sin comprobar siquiera si se trataba de patrullas de Hosokawa o de Ishizaki. Estando ya tan cerca de su destino, no querían correr ningún riesgo. Por suerte, Yoshi, el rōnin que les acompañaba, había sustituido al bandido como guía del camino. No es que fuera un experto en esas tierras, pero seguramente lo haría mucho mejor que cualquiera de ellos.

La noche anterior, antes de sucumbir a sus ansias de carne tierna, la vieja de la cabaña les había precavido sobre los peligros que les esperaban en el camino. Por desgracia, ninguno recordaba ya exactamente sus palabras, más allá de que en el margen derecho del camino, el bosque estaba encantado. Al cabo de un buen rato andando en silencio, Togama, que cerraba la comitiva en la retaguardia, alertó al grupo de unos pasos que había oído a sus espaldas, pero cuando se volvió para descubrir a su perseguidor, no alcanzó a vislumbrar nada. Un ambiente extraño pendía sobre el bosque. Más adelante, el rōnin que iba en cabeza oyó un fuerte aleteo muy cerca de su posición pero, igual que antes, no encontraron nada cuando se acercaron a investigar. Mientras avanzaban con cautela, a Okura le vino el recuerdo de cuando su padre le había explicado que a Kyosuke lo habían encontrado llorando en un bosque cercano a Numazu y que cuando le adoptaron, en el pueblo corrió el rumor de que aquel niño había sido criado por los tengu, los duendes de los bosques salvajes. Concentrado como estaba en aquellas habladurías, rumores y leyendas, un suculento aroma a comida recién hecha le devolvió de súbito a la realidad.

El grupo se aproximó todo lo sigilosamente que pudo hacia la fuente del aroma y descubrieron a una banda numerosa de bandidos sentados en un pequeño claro del bosque que, al estar un poco por debajo del nivel del suelo, contaba con una muralla curva natural. Los rufianes estaban asando unos conejos que habían cazado. Viendo la superioridad numérica a la que se tenían que enfrentar, los samuráis desestimaron al instante la idea de un combate abierto. Además, debido a la falta de alimento y de sueño de los últimos días, no estaban al cien por cien de sus fuerzas, lo que suponía una desventaja aún mayor. Así pues, dejaron atrás aquella suculenta visión e intentaron no pensar en la comida mientras se alejaban del campamento sin ser vistos.

El camino que tomaron discurría por una cañada poco profunda justo entre el linde de dos bosques. El de la derecha estaba encantado, o así les había dicho la bruja. Y en el de la izquierda había bandidos, como habían podido comprobar, así que decidieron ir justo entre ambos. Más adelante, todo el grupo notó un temblor bajo sus pies y, tras doblar un recodo en la cañada, se toparon con un curioso montículo de piedras que se elevaba la altura de dos hombres en medio del sendero. Una inspección más de cerca les reveló que de la cima del montículo sobresalía una superficie curva, lisa y oscura que relucía bajo la luz del sol. De repente, oyeron voces en la lejanía procedentes del campamento de los bandidos que habían dejado atrás. Rápidamente prepararon los arcos e hicieron pasar a las mujeres y niños por el lado izquierdo del montículo hasta subir cuesta arriba de la cañada. No sabían siquiera lo que significaba aquella extraña agrupación de piedras ahí en medio pero estaban seguros de que, fuera lo que fuese, no sería nada bueno. El plan, si es que se le podía llamar plan, era atraer a los bandidos hacia las rocas y que fueran ellos los que resolvieran la situación. Si no ocurría nada, al menos estarían a salvo y escondidos. Y si pasaba algo pues... ya se encargarían ellos. Justo entonces, el pequeño daimio estalló a llorar a pleno pulmón. No hicieron falta más que unos instantes de berrinche continuo para que el montículo explotara en mil pedazos entre una gran nube de polvo y un estruendo enorme. Todo el grupo se tambaleó bruscamente y quedaron sin habla cuando un enorme ciempiés gigante salió de la tierra con sus fauces abiertas, listo para castigar a quien hubiera interrumpido su letargo. La pobre víctima no fue otra que uno de los dos caballos de carga del grupo, que les había acompañado durante toda la travesía y que tan bien les había servido. Al no poder esconderse como sus amos humanos, y quedarse mucho más retrasado que el otro, fue la primera presa que detectó el monstruo. Viendo lo que se cernía ante ellos, Okura actuó rápidamente y le dio un cachetazo al trasero del caballo para que huyera cuando antes, alejándolo del grupo y en dirección hacia los bandidos que se aproximaban por el bosque. El terrorífico ciempiés gigante vio como su presa salía corriendo y empezó a perseguir a la bestia arrastrando su largo y pesado cuerpo por el suelo. Le llevó un tiempo sacar todo su cuerpo del subsuelo. Los samuráis, atónitos como los demás, calcularon que debía medir unos treinta pasos de largo por tres de ancho. Durante todo el tiempo que tardó el ciempiés en alejarse, nadie logró apartar los ojos de él. Cuando finalmente lo perdieron de vista en el bosque y los corazones de todos volvieron a bombear la sangre que el terror había congelado, el grupo empezó a correr como nunca, poniendo tanta tierra de por medio como fuera posible. Mientras huían, llegaron a sus oídos gritos de horror lejanos y terribles. Los bandidos debían haberse topado ya con el monstruo y no hacía falta mucha imaginación para suponer el resultado del encuentro.


No sabían cuánto llevaban corriendo, pero finalmente todos se detuvieron agotados para recuperar el aliento y aserenarse. Habían estado al borde de una muerte segura y solo habían podido escapar ilesos gracias a los kami y a la mente rápida de Okura. Sentados en un lado del camino, lamentaron el sacrificio de aquel caballo de carga, pues en él habían colocado todas las provisiones para el viaje: comida, ropa y otros enseres imprescindibles. La única esperanza que tenían era que la fortaleza se encontrara como mucho a un día de camino pues no sabían cuánto iban a aguantar a la intemperie sin nada más que lo que llevaban encima. Al cabo de poco reemprendieron la marcha, pero ahora mucho más lentamente que antes. El cansancio y el hambre se hacían difíciles de soportar. Sin nada que llevarse a la boca, las esperanzas de llegar vivos a la fortaleza se desvanecían por momentos. Fue entonces cuando Kyosuke, haciendo acopio de su sentido de supervivencia y seguramente alimentado por la rabia de ver al grupo desanimado después de haber llegado tan lejos, se ofreció para volver al campamento de los bandidos a por comida.

—¿Qué? ¡Estás loco! ¿Es que el hambre te nubla el juicio, hermano? —le espetó Okura.
—No me importa lo que opinéis. No pienso abandonar en este punto, no después de escapar de ese engendro del infierno. Si queréis rendiros ahora, hacedlo, no os culparé, pero yo cumpliré con mi misión como sea. Así que ahora voy a ir al campamento que hemos visto antes y os voy a traer algo de comer, aunque sea lo último que haga. Si no vuelvo...continuad sin mí —el ímpetu y la entrega palpables en las palabras de Kyosuke fueron suficientes para demostrar que realmente estaba decidido a hacerlo.
—Está bien, haz como quieras —repuso Togama—. Pero déjame ayudarte ni que sea un poco, no me gustaría saber que mi primo ha muerto cuando mi ayuda podría haberle salvado. Le rogaré al kami de los ratoncillos que haga tus pasos silenciosos.
—Gracias, Togama —contestó Kyosuke, y señaló al sol—. Esperad hasta la hora del caballo y marchaos si no vuelvo. La misión es más importante que mi vida.

Kyosuke se despidió de todos y emprendió el camino de vuelta al campamento, a sabiendas de que probablemente el monstruoso ciempiés aún seguía allí. Antes de llegar se desvió ligeramente y se internó en la espesura del bosque para no ser visto. Se aproximó sigilosamente al claro y escudriñó desde un escondite. La luz de la pequeña hoguera aún crepitaba en el centro del claro. En un extremo, el gigantesco ciempiés devoraba el cuerpo sin vida del caballo que tan bien había servido a los samuráis hasta ese día. Los cadáveres amoratados de varios bandidos yacían en el suelo como muñecos rotos. Kyosuke vio el par de conejos asados que habían estado cocinando los bandidos reposando junto al fuego, sobre un poste de madera. Se armó de valor y se dispuso a descender hasta la depresión del terreno. No fue tarea fácil pese a la corta distancia, pues aún llevaba la armadura que le dificultaba la escalada hasta el suelo, pero finalmente lo consiguió sin hacer ruido. Una vez abajo, fue avanzando de un arbusto a otro, ocultándose donde podía para no alertar al monstruo, aunque este parecía poco interesado en sus alrededores y más centrado en su banquete. Esforzándose al máximo para no hacer ningún ruido, Kyosuke llegó hasta donde estaban los conejos asados. Al cogerlos, las brochetas de madera chocaron entre sí y el leve ruido fue suficiente para llamar la atención del ciempiés. El monstruo volvió su cabeza tratando de encontrar la causa del ruido mientras hacía chasquear su enormes mandíbulas.


Sus largas antenas subieron y bajaron, pero al no detectar nada con sus sentidos, volvió a concentrarse en el caballo. El samurái se había quedado helado y, cuando vio que el gusano no lo había detectado, dio gracias a los kami en silencio y notó que el pecho le iba a estallar debido al ritmo frenético de sus latidos. Volvió sobre sus pasos por el mismo lugar por donde había venido y después de escalar otra vez el muro natural del claro se lanzó a correr, poniendo tierra de por medio entre el monstruo y él. Apenas sí lograba creer que hubiera conseguido salir ileso de aquel lugar hasta que vio a su grupo esperándole donde los había dejado. Cuando sus familiares lo vieron llegar, les pareció estar viendo a un fantasma.

—Os dije que lo conseguiría —dijo Kyosuke, incapaz de contener el orgullo después de aquella hazaña. Enseñó su botín al grupo y allí mismo devoraron sin contemplación los dos conejos.

Y así, con energías y esperanzas renovadas, continuaron su ruta. El bosque fue haciéndose cada vez menos espeso, hasta que finalmente, emergieron de las montañas y descendieron a las llanuras de la costa. Sin embargo, el optimismo les duró poco porque unas horas después de reemprender la marcha vislumbraron en la cima de una loma lejana un grupo de quince jinetes entre los que ondeaban los estandartes verdes de las tropas de Ishizaki. Los habían visto. Así empezó la persecución. El grupo corrió hacia el monasterio budista de Nando-ji que sabían que se encontraba cerca. Y así fue. Unos escalones excavados en la piedra subían por la colina hacia el templo y al pie de ellos se encontraban un grupo de sōhei haciendo guardia. Al ver al grupo corriendo hacia ellos, adoptaron posturas defensivas.

—¡Alto! ¿Quién va? —inquirieron mientras les apuntaban con sus arcos.
—¡Os lo ruego, dejadnos pasar! —contestó Okura—. ¡Nos persiguen las tropas de Ishizaki y llevamos niños con nosotros!

El líder de los monjes guerreros mantuvo su mirada fija en el grupo y, al cabo de unos largos instantes, se volvió hacia uno de los suyos y le dijo:

—Acompáñalos a ver al maestro. Nosotros defenderemos el camino. ¡Rápido!

Uno de los monjes los condujo escalinata arriba hasta el monasterio mientras los demás disparaban flechas contra los primeros jinetes enemigos que ya llegaban a los pies del cerro. Una vez en el recinto sagrado del monasterio, todo el grupo se desplomó, aliviados de estar finalmente a salvo de peligros. En el patio central, varios monjes practicaban ejercicios de lucha, pero los interrumpieron al ver llegar a los samuráis con su variopinta comitiva. El abad del monasterio salió a recibirles con semblante serio.


—Saludos, viajeros. Decidme, ¿quiénes sois y por qué debería acogeros en nuestro templo?
—Le pido disculpas por esta repentina entrada —respondió Okura como representante de la comitiva—, huíamos de los Ishizaki y cuando hemos visto su monasterio hemos pensado que sería el mejor lugar donde refugiarnos.
—Entiendo —repuso el sacerdote budista—. Sabed que este templo no toma parte en ningún bando y siempre se ha mantenido ajeno a todo conflicto. No obstante, acogeros nos pondría en una situación muy comprometida, pues estaríamos decantándonos por uno de los bandos, aunque a vosotros no os lo parezca.
—Lo entendemos, señor —le aseguró Okura—. Por este mismo motivo queríamos pedirle si nos podría dejar pasar al otro lado de la colina para continuar nuestro viaje.
—Lo siento, pero no puedo permitirlo. Si os dejara pasar, me convertiría en enemigo de los Ishizaki y sería susceptible de ataques por su parte —sentenció el abad. Su gesto indicaba que la seguridad de su monasterio estaban por delante de todo.

En ese momento, Togama tomó la palabra:

—Señor, permitid que me presente. Me llamo Kuroki Togama y soy un sacerdote sintoísta al servicio del señor Tadano.
—¿Del señor Tadano? —replicó el abad con incredulidad—. Según hemos oído, este falleció durante el ataque de Ishizaki contra el castillo de Numazu —Togama exhaló un suspiro antes de continuar.
—Así es. Nosotros somos los únicos supervivientes. El señor Tadano nos encomendó una última misión antes de caer. Nos mandó llevar a su heredero aquí presente —dijo señalando al fardo que portaba una de las sirvientas— hasta la fortaleza del señor Hosokawa, su hermanastro, para que su legado continúe. Debemos llegar cuanto antes. La salud del bebé empeora por momentos. Si no quiere dejarnos pasar a nosotros, nos marcharemos, pero le suplico que permita que el bebé llegue a la seguridad de Shimada.

Al oír que llevaban un bebé con ellos, el gesto del monje cambió y se interesó por la criatura. Los samurái le mostraron al pequeño Kozō, que tenía la frente de un rojo intenso y todo el cuerpo empapado de sudor. Tan débil estaba ya, que no tenía fuerzas ni para llorar.

—¿Entiende ahora la razón de nuestro viaje y nuestra prisa? Necesitamos ponerlo a salvo lo antes posible o de lo contrario...—exigió Okura.
—Está bien —accedió finalmente el abad—, vuestra misión es más importante que este monasterio. Os mostraré el camino que desciende por la ladera contraria de la colina. Nosotros nos ocuparemos de los jinetes que os persiguen.
—Estaremos en deuda con usted —le aseguró Okura, aliviado.

Los monjes trajeron comida y bebida para el grupo. Mientras, el abad se encargó personalmente de sanar al bebé usando unas hierbas medicinales y las plegarias a Buda, todo bajo la atenta supervisión de Togama. Cuando todo el mundo estuvo listo para partir, los monjes les entregaron dos odres de leche para el camino. Los samuráis se despidieron de los monjes budistas y descendieron por una escalinata muy empinada excavada en la roca. Poco después, continuaban su marcha por la llanura, y los campos de arroz les indicaron que ya faltaba muy poco para alcanzar la fortaleza de Shimada. Cuando las estrellas ya se veían claramente entre las nubes, divisaron a una patrulla de samuráis a caballo que se acercaba. Sus estandartes púrpuras ostentaban el blasón del hermanastro del señor Tadano.

—¡Alto! Estáis en tierras del señor Hosokawa. ¡Identificaos! —exclamó el que iba en cabeza. Los jinetes se sorprendieron al ver la reacción de alivio de los desconocidos, que respondieron:
—Somos los únicos supervivientes del clan Kuroki, bajo las órdenes del difunto señor Tadano. Antes de morir nos encomendó la misión de traer a su único heredero hasta su hermanastro, el señor Hosokawa, para que lo protegiera y cuidara. Os agradeceríamos que nos guiarais hasta él. 

Escoltados por el grupo de samuráis, no tardaron mucho en llegar a la fortaleza del hermanastro del difunto daimio. Una fortificación de madera se erguía sobre un cerro de poca altura, junto a un pueblo rodeado de arrozales. La brisa les trajo el aroma salado de la costa cercana. Poco después, los samuráis Kuroki recorrían los pasillos adornados de la fortaleza hasta que llegaron a una gran sala donde les esperaba Hosokawa y su esposa, ambos con claras señales de llevar días sin conciliar el sueño. Su expresión cambió de repente al ver entrar al grupo con Okura al frente y el fardo del bebé en sus brazos.

—Sed bienvenidos a mi fortaleza, honorables samuráis —les recibió Hosokawa—. Soy el hermanastro del señor Tadano. Buenas y malas son las noticias que me traéis. La muerte de mi hermano...—dejó escapar un largo suspiro seguido de una larga pausa y finalmente prosiguió— ...era lo que menos esperaba oír. Su muerte no será en vano. Sin embargo, no puedo evitar alegrarme al ver que su legado ha logrado sobrevivir a las artimañas de los Ishizaki. Vuestro honor es grande al haber cumplido la última misión que os encomendó mi hermano. Tenéis mi más sincera gratitud. Aunque... ahora debéis elegir. Lamento tener que haceros tomar una decisión tan importante después de un viaje tan largo, pues sin duda alguna estaréis cansados del viaje, pero es algo que debe establecerse cuanto antes. Debéis elegir: podéis jurarme lealtad y pasar a formar parte de mis filas, en cuyo caso se os asignarán tierras y una posición adecuada a vuestras hazañas, o podéis seguir sirviendo al heredero de mi hermano, a modo de guardianes, hasta que alcance la mayoría de edad.

Como líder del clan Kuroki, Okura contestó con voz serena pero firme:

—Mi señor, vuestra oferta es muy generosa, pero no puedo olvidar la misión que nos encomendó vuestro hermanastro. No podría considerarme un verdadero samurái si abandonara el servicio al legítimo heredero de nuestro difunto señor. Mi deber es protegerlo y servirlo hasta la muerte y así lo haré.
—Yo también —aseguró Kyosuke al instante.
—Yo también —respondió Togama casi al mismo tiempo.
—Admiro vuestra devoción —les contestó Hosokawa mirándoles fijamente a cada uno—. Sois dignos de vuestro linaje samurái. Mi hermano estaría sin duda orgulloso de tener a tan honorables vasallos a sus órdenes. Que así sea, pues. Desde este momento seréis los hatamoto del heredero del señor Tadano. Vuestra ordalía ha concluido.

***

Y así termina el séptimo capítulo de la campaña. Si te ha gustado, deja un comentario y así nuestro cronista se animará a seguir escribiendo (¡tal vez incluso escriba más rápido!). Y es que las aventuras no han hecho más que empezar. En el siguiente capítulo, los samuráis resuelven un misterio (ver Asesinato en la villa de Hitsuma) y, más adelante, las ansias de venganza de los tres Kuroki les llevarán a emprender una misión prácticamente suicida.

Por otra parte... Este relato es el producto de una partida de rol. ¿Quieres ver el making-off o «cómo se hizo» de esta partida? Pues ya puedes leer las notas del máster, donde cuento las decisiones que tomé al dirigir esta partida con el reglamento de RuneQuest (6.ª ed.).

9 comentarios:

  1. Ahh, ¡por fin el final del viaje! ¡Qué larga se me ha hecho la espera! Va a haber que llevarle buen sake al cronista para que se le suelte la lengua y no nos tenga en ascuas tanto tiempo :D.

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    1. ¡Gracias, Cubano! Al cronista le gusta el sake, pero para escribir le hacen falta muchos ánimos... y mis repetitivos recordatorios. :-) A ver si el próximo capítulo no te hace esperar tanto (si te contara los que tiene pendientes por escribir...!).

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  2. Felicidades por la crónica, es genial. Menuda campañaca... ¡Quien la jugara!

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    1. ¡Muchas gracias, Nirkhuz! Al señor cronista y a mí nos alegra saber que hay lectores fieles como tú.

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  3. ¡Muy chulo todo lo que llegasteis a jugar! A ver cuando llega el asalto suicida al castillo :P

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    1. ¡Shhhhhht! Cuidado con los spoilers Máster Gollum... Pronto aparecerá el cuarto samurái con su poesía... ;-)

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  4. ¡Una gran crónica! Por favor sigue insistiendo al Cronista para que nos mantenga al día :)

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  5. Gracias, Juan Carlos. Le insistiré un poco más de tu parte. :-D
    Ojo con confundir el cronista con el Cronista, por eso, ¡que el mío no tiene un blog de éxito! ;-)

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    1. Por un momento dudé... Pero luego comprendí que no es el mismo. De cualquier manera, el tuyo colabora en una gran blog de éxito (este blog).

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